miércoles, 10 de octubre de 2007

El sexto sol

Por Juan Silvestre Lechuga Peña
(primer capitulo de 8 )

A los indígenas. A los que sufren de hambre y marginación

Capitulo I: El País de la Magia


Pero, ¿qué o quién es la chingada?
Ante todo es la Madre.....una madre mítica.
La chingada es la madre abierta, violada o burlada por la fuerza.
El hijo de la chingada es el engendro de la violación, del rapto, de la burla.
Para el mexicano, la vida es la posibilidad de chingar o ser chingado.
Es una palabra hueca. No quiere decir nada. Es la nada.

Octavio Paz
El laberinto de la Soledad.




Ciudad de México, 1 de septiembre del año 2006.

Fernando Manrique Vázquez, hijo de Manuel Manrique, magnate de las comunicaciones en México, había recibido junto a sus ocho hermanos una educación de alta calidad en las principales universidades Europeas y de los Estados Unidos de Norte América. Su preparación académica, al igual que la de sus hermanos había alcanzado los máximos niveles, tenía el grado de doctor en ciencias políticas por la universidad de París.

La riqueza económica de muchos años heredada de su padre, aunada a su innata inteligencia y audacia le permitían desenvolverse en los más altos niveles de la vida social y política del país. Varios Secretarios de Estado y el propio Presidente de la República lo recibían de manera inmediata y rodeada de ostensibles deferencias.

Recién incursionaba a nuevos negocios; sus asesores le habían sugerido invertir en el sector agrícola y de la pesca ante las modernas iniciativas que en las cámaras de diputados y senadores habían presentado un grupo de creativos legisladores pertenecientes a tres de los principales partidos políticos nacionales.

Entre sus diferentes empresas había plantaciones altamente tecnificadas de tabaco, café y plátanos en el sureño Estado de Chiapas; invertía en granjas de camarón y de cultivo de ostras, cuyos productos, que de manera increíble por la exclusividad de estos mercados, había colocado con gran éxito en países tan lejanos como Corea y el Japón, este ultimo, líder mundial en la comercialización de estos productos, sus inversiones alcanzaban tan solo en estos negocios los 10 mil millones de dólares; daba empleo a cerca de veinte mil personas.

Su prestigio iba en aumento, en el aniversario de la Independencia de México, tendría un desayuno con el recién electo Presidente de la República.

Después del desayuno asistiría a una reunión muy significativa con otros empresarios, senadores, diputados, el clero, los militares y la primera plana de los funcionarios públicos federales. Los treinta y un gobernadores estarían también presentes. La reunión era de acercamiento y saludo al nuevo presidente quién contra todos los pronósticos había arrasado literalmente a sus dos principales oponentes, logrando el sesenta por ciento de la votación; incluso, el nefasto abstencionismo había sido derrotado, ocho de cada diez mexicanos había ejercido el voto.

Sin embargo, ese día, por alguna extraña razón sus reflexiones se habían volcado desde el inicio mismo de la mañana en los empleados de sus empresas; Sintió curiosidad por quienes eran, como vivían, como eran sus hijos, sus preferencias, había amanecido inyectado por un sorpresivo humanismo.

En estas reflexiones estaba cuando el llamado a sus dos pequeños hijos proveniente de su joven y guapa esposa lo hicieron cambiar radicalmente sus reflexiones. La sola idea de salir a esa hora y en sábado le daba escalofrío, la ciudad de México era un verdadero caos; los ciudadanos y sus autos se volcaban ansiosos a las calles aprovechando la temporal cancelación de fin de semana del programa gubernamental “hoy no circula”, lo que propiciaba que los niveles de contaminación atmosférica se elevaran a tal grado que de inmediato traía como consecuencia que se incrementaran las enfermedades respiratorias sobre todo en los niños y ancianos.

Con el smog se oscurecía la ciudad; se llenaba de una especie de humo blanco fino que hacía que los ojos y el humor de los habitantes se irritaran en relación directamente proporcional para fatalidad de los indiferentes habitantes.

Tendré que respirar antes de tomar el volante, le comentó a su esposa, quién con amorosos llamados intentaba atraer la atención de sus dos hijos, que ya se encontraban haciendo una vez más de las suyas, correteándose entre sí.

¡Niños¡ papá y yo les vamos a dejar en casa si no me obedecen en este instante; Andando, sentenció tratando de dar un tono mezcla de molestia y autoridad a su voz.

Los niños llegaron corriendo, siempre jugueteando y bromeando hasta que ambos padres los tomaron de las manos y los llevaron a la salida de la casa, listos a abordar el vehículo que los conduciría a la búsqueda de un buen restaurante, lo que Fernando disfrutaba intensamente, ya que era una de las pocas ocasiones en que salía de su casa sin la protección de su guardia personal.

Su jefe de escolta y protección lo advertía de tal osadía; sin embargo, consideraba que desplazarse por la ciudad era más confortante sí lo hacia sin la protección de su guardia, desde luego asumiendo los riesgos que ello implicaba, en una ciudad que desafortunadamente estaba rompiendo sus propias estadísticas en cuanto a delitos, entre los que sobresalía ominosa mente los secuestros; Sufriendo las calamidades del ya tristemente denominado, “secuestro exprés”.

El descenso de la familia hacia el periférico de la ciudad fue de lo más tranquilo, de repente el silencio de la cabina fue interrumpido por la niña:

¿Oye mamá, por que esos niños que están en la esquina se ponen máscaras?, Al momento de que los infantes se acercaron y se desparramaron por ambos lados del automóvil. Lo único que se veía por ambos lados del automóvil eran sus pequeñas manos sucias que tomaban diversos dulces que los hijos de Fernando les daban generosos a través de los cristales de la portezuela.

Las máscaras que usaban los niños representaban a distintos políticos que el pueblo había elegido para burlarse de ellos, señalándolos, en algunos casos, como los responsables de las recurrentes crisis económicas que azotaban al país desde hacia casi tres décadas.

Hay otros que lanzan fuego, completo orgulloso de su sabiduría, el niño mayor.

Lo que ven, apuntó Fernando, es producto del egoísmo de los hombres, hay muchas personas que son muy ricas, y la sola idea de repartir un poquito de sus bienes y riquezas les provoca insomnio e infartos, dijo intentándose cubrir con un halo de sabiduría.

Es bueno decir también, --continuaba impaciente esperando el cambio de luces del semáforo-- hay gentes que tienen dinero y apoyan a las gentes más necesitadas, tratando de ser lo mas objetivo para con sus hijos.

La respuesta que despejara las dudas a las preguntas de los niños nunca llegó; empezaron a fingir sus voces al momento que se tiraban en el asiento trasero a juguetear con varios muñecos, los cuales animaban con gran destreza y naturalidad.

Al llegar al acceso al periférico aceleró con el fin de ganar suficiente espació al lejano automóvil que se acercaba por el carril de baja velocidad, pero al voltear nuevamente al frente se encontró con otro auto, cuyo conductor titubeante, no se animó a avanzar hacia adelante.

El impacto produjo un fuerte ruido, el parabrisas del BMW de Fernando salió disparado hacia atrás hecho añicos, y se escucho el rechinar de varias llantas de autos, que ante el choque, intentaron disminuir su velocidad bruscamente.

La colisión arrojó solo dos automóviles deteriorados, solo que el verdadero saldo se presentaría después al enfrentarse los conductores en tremenda golpiza y lluvia de improperios.

¡Hijo de la chingada, eres un péndelo, que no te fijas ges!, Arremetió Fernando encolerizado, y ya afuera de su vehículo, emprendiendo decidido su avance hacia el otro conductor, que aún no recuperado por el impacto, intentaba auxiliar al resto de su familia, que al igual contaba con dos hijos pequeños que lloraban asustados en el asiento trasero.

Fernando accionó rápidamente la manija de la portezuela, introduciendo la mano para jalar violentamente hacia afuera al sorprendido conductor.

¡Hijo de tu chingada madre¡ --le dejó caer la frase con el poder de una puñalada traicionera—a la par de asestar un tremendo golpe en la cabeza del aún sorprendido conductor, lo cual lo hizo caer de bruces ante el incremento en el llanto de los niños de ambos autos.

El conductor agredido, aún en el suelo giró sobre sí mismo y se puso de pie con sorprendente agilidad, contestando certera patada en los testículos de Fernando, quién de rodillas cayó al suelo, revolcándose de dolor e intentando recuperar su frecuencia respiratoria; la que al parecer se le había afectado por la magistral patada.

De agredido a agresor, Rogelio Pérez, Maestro de Tae Kown Do en el Centro Deportivo Olímpico Mexicano, se puso en guardia, lo cual sin duda infundió temor a Fernando, quien apenas se recuperaba, y atemorizado, solo alcanzó a balbucear débilmente:

¡Te me frenaste de repente!

La mente de Gabriel se debatía entre el equilibrio que religiosamente debía guardar ante cualquier arranque de violencia fuera de la práctica deportiva, o responder a la humillante escena que ese desconocido le había hecho pasar ante su familia.

Por su mente pasó la figura del mexicano futbolista Hugo Sánchez, al cual admiraba, y recordó que en su estancia por España, uno de los insultos que más le calaban y por el cual imprimía mayor entrega a sus partidos era el de “Indio desgraciado".

¡Indio desgraciado¡, le gritó encolerizado Rogelio, acompañando su exclamación con otra patada directa a la cara, la cual estuvo a punto de dejar sin sentido a Fernando, quién ya presentaba los estragos de su desigual pelea callejera, con la hinchazón de su ojo derecho y la sangre que ya emanaba de su nariz y manchaba su impecable camisa de seda.

Desde la esquina, un indigente anciano, ataviado con unos pantalones rotos y sucios observaba la escena. De su mano derecha pendía un rústico bastón de madera, el cual blandía agresivamente, siempre señalando a la pareja de violentos conductores que aún continuaban enfrascados en su desigual batalla. Sus pies desnudos acumulaban tal cantidad de suciedad que ya formaba una piel adyacente a su envejecido cuerpo.

Solo el llanto de los niños pudo sacar a Rogelio de su inusual ataque de violencia, y sin más, procedió a dar la mano y levantar a Fernando, quién completamente aturdido sacudía la cabeza como queriendo encontrar una respuesta ante su actual situación física y emocional.

De pronto, interponiéndose entre ellos, apareció el anciano indigente de la esquina entregó a Fernando una botella llena de agua misma que tomo para de inmediato, tras colocarse en la parte anterior de su automóvil, lavar la sangre que cubría su rostro.

El indigente se acercó y con sus sucias manos tocó el rostro de Fernando, quién sorprendido, no sabía si retirarlas de inmediato, o simplemente darle las gracias a su inesperado ayudante.

Gracias Señor, es usted muy amable, muchas gracias, decidió decirle al anciano, quien sin parpadeo o muestra de emoción alguna en el rostro le observaba atentamente.

El anciano, parado con inusual gallardía aspiró profundamente; sus ojos se tornaron oblicuos a la par de que dos potentes brazas apropiaran de ellos, --según percibía Fernando-- como si se encontrara frente a una enorme multitud que esperara un discurso; la posición de su cuerpo y las expresiones de su rostro denotaban una gran firmeza y determinación.

Fernando, sentado en la defensa trasera de su automóvil, con la boca abierta y misteriosamente sin rastro alguno de golpes contemplaba la escena.

Los dos perdieron la pelea, --dijo el anciano-- la ganó como siempre, !la chingada¡, la ganó el odio, la ganó el olvido, la ganó el egoísmo.

Como siempre, --continuó el indigente con una voz increíblemente clara-- utilizamos a los indios para herirnos en lo más profundo. La palabra indio es como decir torpe, estúpido, sucio, animal, pendejo. Si supieran quienes son realmente los indios, ¿Saben quienes son los indios?, ¿Saben quienes fueron los pobladores originales de estas tierras y que penas y sufrimientos enfrentaron?, concluyó dándose la vuelta y volviendo a paso lento a su temporal morada, la esquina de la calle.

La escena dejó estupefactos a los dos conductores, pues Rogelio se había incorporado a la conversación desde el comienzo de la misma.

Aún aturdido, Fernando Manrique se mostró dispuesto a reparar los daños infringidos al automóvil de Rogelio.

Siento mucho haberte agredido sin razón alguna, comentó arrepentido, antes de despedirse.

Al parecer podemos arreglar esto sin la intervención de la policía, esta es mi tarjeta le dijo Rogelio; sabes, continuó, ese viejo me ha dado una gran lección, pido una disculpa a tu familia, jamás volveré a utilizar la palabra indio o indígena para causarle daño a mis semejantes. Desde este día tratare de ayudar en lo que ha mi alcance esté a los indios, a los indígenas, a los indigentes, y se volteó como tratando de encontrar en la bulliciosa esquina al anciano que había inspirado ese radical cambio.

Estrecho la mano de Fernando y presto se subió a su automóvil, con el cual emprendió veloz huida.

Al quedarse solo, Fernando alcanzó a ver nuevamente al indigente, quién se encontraba sentado plácidamente en el ralo pasto del camellón, recibiendo los rayos del sol y observando fijamente un par de pájaros, que trataban de capturar algunos restos de comida arrojados en la cinta asfáltica.

Misteriosamente y sin rastro alguno de heridas o hinchazón en el rostro, Fernando se acercó a su automóvil. Al entrar un enorme sentimiento de culpa se apoderó de él y solo alcanzó a decir:

Siento mucho lo que ha ocurrido, siento de verdad el haberles dado este espectáculo; la llegada del señor, ese que esta ahí, --y volteándose señaló con el dedo índice al anciano indigente que inclinado recogía sus escasas pertenencias en una bolsa de plástico y emprendía su andar-- me ha hecho reflexionar profundamente en el odio con en el cual frecuentemente nos enfrentamos los mexicanos.

¿De donde proviene?, ¿Por que es tan intenso?, se preguntó en voz alta, mientras su esposa, amorosamente le colocaba la mano en la pierna, lo cual sabía lo tranquilizaba y ponía de buen humor.

Volteó y solo alcanzó a decirle, gracias mi amor, por no hacerme más preguntas.

Tomó el espejo retrovisor y al dirigirlo hacia él observó con asombro que su rostro estaba completamente limpio. Si no fuera por las manchas de sangre que aún cubrían su camisa juraría que no había recibido golpe alguno.

Esto le provocó cierta angustia, claramente durante su enfrentamiento había sentido el correr de la sangre por su frente y mejillas; este recuerdo le causo temor, pero a la vez, provocó una enorme curiosidad por el indigente que sin duda al siguiente día buscaría para regalarle algo de dinero. Lo que deseaba en realidad era conocer a ese personaje, cuyas palabras aún escuchaba en alguna parte de su cerebro, resonaban aisladas, penetrantes: “Como siempre ganó la chingada, indio desgraciado, gano el odio, gano el egoísmo”.

Sacudió ligeramente la cabeza como queriendo evitar esas voces que ya empezaban a causarle angustia y desesperación. Sintió escalofrío, sabía por alguna razón que a partir de ese día su vida iba a cambiar, o mejor dicho, su manera de observar la vida habría de cambiar radicalmente.

Estiró el brazo y encendió el automóvil, entró al enorme rió de acero que ya conformaban los automóviles, su avance era desesperadamente lento, cosa que ahora, para sorpresa de su esposa no le molestó.


El lunes por la mañana, muy temprano salto de la cama; una extraña vitalidad se había apoderado de él. Frente al clóset observó la hilera interminable de diversos trajes de alta calidad. Se alineaban primero los de colores obscuros en los cuales destacaban cinco trajes gris Oxford traídos especialmente desde Inglaterra.

Había trajes de seda negros, azul marino, de casimir de diversos colores, siempre acompañados de soberbias camisas de seda blancas; los había también de casimires italianos, estos eran los preferidos de Fernando. Cada traje tenía al menos tres corbatas de seda para posibles combinaciones todas ellas compradas en la ciudad de Nueva York.

En ese momento le vino a la mente la imagen de varios hombres serios, todos ellos de piel morena, obreros mexicanos, trabajando en la confección de sus trajes, sus rostros denotaban cansancio. Por un momento sintió que se transformaba en uno de ellos, era uno más, aspiró el aliento del cansancio, sus deudas, su desánimo, sin aspiraciones, vio una clara imagen de la esclavitud.

¡Su clóset podría significar, tan solo en zapatos, el esfuerzo de un año de trabajo de cualquier obrero de la ciudad de México¡

¿Realmente, para qué necesito tanta ropa?, --vino a su mente la imagen del indigente, imagen que no había podido borrar de su mente durante toda la noche, sobre todo por el contraste que le había ofrecido su humilde figura y la sobriedad y profundidad de sus palabras-- ¿para que?. Sin interés alguno, cerrando los ojos tomo el primer traje que encontró al introducir su mano al guardarropa.

Se fue a desayunar con el ánimo por los suelos; su pelea del sábado, su encuentro con el anciano, la reflexión sobre la desigualdad en el ingreso económico de la mayoría de los mexicanos y su propia realidad económica. La pobreza en esas fechas alcanzaba a cerca de cincuenta millones de mexicanos.

No puede ser que esta situación continúe así, debo hacer algo, pensó. Lo que tengo que hacer es empezar con la gente que depende de mí. Primero que nada les aumentare el salario a mis empleados. Que me presente un proyecto de incremento razonable el Director de finanzas y ya está. Es más, creo que hasta podríamos otorgarles créditos al interior de la empresa para que puedan adquirir una vivienda o mejorar la que ya tienen, --volteó y recorrió con la mirada su lujosa habitación-- voy a entregarles algo de lo mucho que han dado a esta familia.

Su descenso hacia el periférico fue sin contratiempos, arribo rápidamente al acceso donde dos días antes había enfrentado a su inesperado rival y conocido a tan inusual personaje: El Anciano indigente.

El encuentro con este último le había provocado una nueva visión de la sociedad, estaba decidido a encontrarle para obsequiarle los víveres y ropas diversas que llevaba en la cajuela del auto.

Al llegar al lugar donde le había encontrado por primera vez detuvo el automóvil y descendió. Por ningún lugar veía a su personaje, en el lugar donde lo vio sentado por última vez observó a una joven mujer indígena, que con su hijo atado al rebozo intentaba infructuosamente recibir algunas monedas de los acelerados conductores, que impacientes y sin al menos observarla de reojo esperaban el “siga” para emprender velozmente su huida.

Se acercó sigilosamente y la pudo observar con mayor detalle, la mujer solo alcanzó a voltearse y ofrecer el cuadro completo de su pobreza ante la mirada atónita de Fernando. Decidida, la mujer avanzó hacia él para entregarle una bolsa de plástico transparente rellena de rollos de papel.

Esta loca, pensó, la miseria la ha llevado a este grado de entregarme sus pocas pertenencias, no puede ser, y existen cientos de ellas en las calles, cada una con un hijo cuando mejor les va. En la celebración de la Independencia me acercaré al jefe del gobierno de la ciudad y a algunos diputados de la asamblea para iniciar algún proyecto que de empleo a estas mujeres, estoy decidido a hacerlo, aun cuando para ello emplee solo mi dinero, concluyó seguro de su intención.

La mujer se acercó y le dijo: Estos papeles se los dejó el brujo. --se expresó de manera fría y cortante-- me dijo que se los dejara a usted, que era la única persona que podía entenderlos. ¿Sabe?, el se murió anoche, me dijo que había llegado a su final al conocerle, se lo llevó un anciano desconocido, cuando lo iba cargando sobre u espalda se oía murmurarle: A que mi brujo, ya te me adelantaste otra vez, a ver ahora a quien chingaos te le metes, concluyó sonriente y enigmática la mujer.

Se acercó aún más a Fernando para susurrarle muy cerca del oído:

¿No tendrá unos centavitos para mí y mis chamacos?, y volteo hacia la esquina donde un grupo de niños de entre dos y siete años se disputaban los restos de un refresco de cola.

Mecánicamente Fernando extrajo su cartera y sin más saco la totalidad de sus billetes y se los entregó a la mujer. Pensó en su esposa, en su madre, en su abuela, en sus hijos, en sus lujos. Pensó en los hijos de esa mujer.

Debe haber una solución a estos problemas, pero ¿Cómo?, ¿cómo atraer la voluntad política y la sensibilidad para apoyar? Cómo acabar con la indiferencia de la sociedad hacia los pobres.

Buscó un lugar para sentarse, lo hizo en la banqueta de la avenida, sobre sus piernas se colocó la bolsa de plástico que momentos antes le había entregado la mujer, la abrió y extrajo el rollo de papel que se encontraba al frente, se trataba de una especie de historia, llevaba por título, “El Sexto Sol”.

Extendió el primer rollo de papel y empezó a leer.

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