martes, 16 de octubre de 2007

El Sexto Sol

Capitulo III
(segunda parte y ultima)
Por Juan Silvestre Lechuga Peña:
Un fuerte aguacero empezó a caer lo que provocó que el ambiente se relajara anunciando la inminente partida; Manuel, con los ojos enrojecidos miró a su interlocutor y le dijo:

Acepto, cuanto antes mejor; si tienes palabra, acepto. Así doy término a mi vida en una empresa de valor, igual regreso hecho todo un Hidalgo y de una vez por todas podré desposar a Inés Velásquez; vaya mujer, suspiró, esa sí que es gran hembra. Por ella, por el exterminio de todos los infieles, por nuestro Señor, el de la Cruz, por nuestro Soberano Carlos V, acepto, tu que dices Alberto, concluyó inspirado por el excelente vino tinto que solía despacharse en esa posada.

Tragando saliva y sorprendido ante la situación que lo colocaba a tomar una decisión en ese preciso instante, Alberto exclamó:

Hermano del alma, tu aventura es mi aventura, si mi destino es morir allende el mar, bendito destino, por fin podré deshacerme de deudas, --miró fijamente al cantinero-- acepto gustoso, además tus perros y mis perros son la misma jauría, cuando estamos ebrios nos conducen sin error a nuestras casas, terminó.

Trato hecho, se adelantó Bartolomé, el dueño de la posada, si quieren pueden empezar mañana mismo, pueden ocupar la parte de atrás que bien amplia es, y ahí entrenar esos perros; eso sí, exclamo, ni una sola meada ni mierda a menos de diez metros del comedor, ¿entendido?

Acto seguido se volvió a sentar no sin antes llenar nuevamente el enorme vaso de vino que tenía frente así.

Manuel y Alberto, de pie, abrazados y borrachos avanzaron hacia la salida, tambaleantes, desaparecieron tras la puerta.


Afuera, la lluvia incrementaba su descarga, lo cual hacia que los ladridos de los mastines apenas se escucharan. Manuel anudó fuertemente a su cintura la correa de cuero del Nerón, que ya levantado esperaba inquieto la señal de partida de su amo, la cual consistía en un leve tiro de la cuerda que traía atada al cuello. “Andando Nerón, que hoy sí requiero de tu ayuda”, le dijo.
Giró sobre sí mismo y pudo observar como Alberto se perdía entre la cortina de agua que la lluvia producía justo calle arriba en sentido opuesto al camino que conducía a su casa, siempre con la fiel compañía de sus perros.
Avanzó sobre la calle que daba al antiguo muelle del puerto y al llegar al mirador construido con madera que se alineaba justo en la línea de la costa, posándose en un pequeño montículo, levantó la cabeza y divisó a lo lejos, la enorme nave que según sabía, sería comandada por el Capitán Ituarte en su siguiente viaje a la isla de la española.
Ojalá y seas tú quién me lleve a mi destino, --pensó entre el peso abrumador del vino sobre sus reflexiones-- ojalá y seas tú quién me lleve y regrese lleno de esperanza y riqueza, que este a la altura de Inés, mi querida Inés, que sé que me ama, pero el peso de la riqueza que obra bajo sus pies le impide verme a su lado. Si verdaderamente me amara, --se preguntaba acongojado—haría lo imposible por estar junto a mi.

Su rostro que reflejaba tristeza y desesperanza empezó a transformarse en otro con rasgos más relajados y llenos de esperanza, pensaba que una vez que sus pies se pusieran en la cubierta de esa hermosa nave su verdadero espíritu sería liberado, sabía de la enorme peligrosidad de ese viaje. El Señor esta de nuestra parte, es la misión que tenemos a bien cumplir, se dijo con enorme fe.

Estaba decidido a hacer lo que fuera necesario, así fuese lavar los vómitos de la infinidad de clientes que eran atendidos en la posada que le patrocinaba su aventura.

Ese desgraciado de Bartolomé intentará sacarme hasta el último real que guarde en mis ropas, pensó; sin embargo, es mi única posibilidad de cambiar por primera vez el sentido y significado de mi vida.

La fuerza de la razón fue liberando paulatinamente el efecto del vino sobre su mente e inició decididamente ante el contento del enorme mastín, el ansiado regreso a casa.

Continuó caminando sobre esa calle que prácticamente estaba convertida en un río de lodo, observó que las casas que se ubicaban en ambas aceras tenían las luces de velas y mecheros encendidas, lo cual señalaba el estado de alerta de la población ante una eventual gran avenida de agua. Si esto sucedía, de inmediato la población recibía albergue y alimentos en el enorme Castillo de la Villa, que majestuoso se levantaba a la orilla del Guadalquivir. El ruido que producían sus aguas al correr velozmente sobre la tierra se empezaba a escuchar incluso ya por sobre el sonido producido por la intensa lluvia que se abatía sobre el puerto de Cádiz, lo que también anunciaba el inminente desborde de sus aguas.


Al llegar a su casa, ya más repuesto de su ebriedad, se encontró parada en la puerta a su madre, quién al verle en ese estado le dijo preocupada:

¡Hijo mío¡, mírate nada más como vienes, anda, cámbiate esa ropa antes de ir a descansar que si no entrarás en grandes fiebres por lo que resta de la noche; en la mesa hay pan y queso.

Al entrar a la casa, su madre, quien caminaba delante de él, obscureció el camino de tal manera que Manuel fue a golpearse con la base de hierro que servía como contenedor de la brea que alumbraba el hogar. El contenedor empezó a oscilar violentamente arrojando cera y aceite caliente en la mano y pierna de Manuel.

!Maldita sea¡ exclamó, ahora tendré que sufrir una noche de dolor e insomnio, maldita sea mi suerte, se lamentaba.

Déjame ayudarte, le dijo presurosa su madre, que ya con paño en mano se acercaba amorosa para limpiarle la sangre que empezaba a distinguirse como un hilillo relumbrante en su frente.

Me voy a dormir, le dijo Manuel como queriendo terminar ya ese día y se abalanzo hacia la pequeña puerta que separaba esa primera estancia de su rústico dormitorio y se lanzó sobre una cobijas de lana y algunas pieles de zorro tratando de conciliar el sueño.

La tormenta que azotaba la ciudad producía un gran estruendo, el agua que se deslizaba por el techo y caía justo frente a su ventana producía un ruido mucho más persistente que el generado por la propia tormenta y sus truenos. Momentos después el sonido que producía el agua dejó de escucharse para transformarse en un croar incesante de cientos de batracios, que al unísono empezaron a emitir sus sonidos con tal intensidad que hicieron que Manuel, con ambas manos sobre la cabeza intentara bloquear cualquier sonido hacia su interior.

El intento fue en vano, el sonido de los batracios ahora se transformaba en un incesante murmullo que poco a poco se fue haciendo más intenso, y empezó incluso a distinguir sobre la negrura imperante las imágenes de seres semidesnudos que en un lenguaje desconocido se dirigían a él con tal decisión, que solo un milagro podría salvarlo de su inminente muerte, pues ahora lo distinguía, venían sangrantes muchos de ellos y en actitud beligerante, se acompañaban con diversas armas, entre ellas unos gruesos maderos con filosas y puntiagudas piedras incrustadas en su parte superior a manera de un hacha múltiple.

Uno de los seres, el que venía al frente de ellos, era una enorme águila; más que eso, se trataba de un hombre-águila, que desplegando sus alas se lanzó sobre él emitiendo un poderoso grito.

Mientras el extraño ser se abalanzaba contra él, pudo distinguir –lo que le provocó un intenso terror-- que por ojos llevaba dos cuevas con flamantes hogueras; en ellas se quemaban los cuerpos de seres semejantes a los que en ese instante le atacaban, en las hogueras, los seres pedían misericordia y piedad a sus ejecutores, un grupo de monjes y soldados dentro de los cuales se reconoció a sí mismo.

Corrió inmediatamente en sentido opuesto solo para tropezar con el cadáver de Alberto de Cáceres su entrañable amigo, tendido en el lodazal; su cuerpo desfallecido se aflojo resignado ha recibir su inminente muerte, cuando de repente, de la penumbra, salto el Nerón hecho una furia quien directamente se le fue al cuello a la imponente “ave-humana”, que revoloteando cayó al suelo con el Nerón sujetándolo del cuello, en un abrazo mortal.

Las imágenes y sonidos fueron desapareciendo, Manuel se quedo profundamente dormido.
Al levantar los ojos de los papeles, Fernando Manrique se dio cuenta que ya estaba atardeciendo. Se le estaba revelando una acción clara a seguir, era una realidad. Observó que la bolsa de plástico contenía numerosos rollos atados con sendas cuerdas para zapatos.

En esta historia, puedo reconocer dos fuerzas vigorosas, hay decisión en ambos personajes, el amor como fuerza natural los empuja en sus actos, a Ehécatl en un sentido positivo del amor por la obvia reciprocidad de sus sentimientos con Xóchitl; a Manuel su desafortunado desamor con Inés. Amor y desamor, amor y odio, el mismo sentimiento en sus sentidos opuestos, concluyó levantándose de la banqueta y emprendiendo lenta y tranquilamente su regreso al automóvil.

Por primera vez en mi vida no sé que ha pasado con las horas del día, en la lectura se me fueron de plano, me voy directo a casa para continuar leyendo, la oficina por un día puede esperar, tengo que comentarle lo ocurrido el día de hoy a Jaqui. Le va a encantar la historia, ella es una mujer entusiasta, su nobleza y sobre todo su gran amor por la vida es sin duda lo que me ha atado a ella, además de ser muy activa y efectiva en cada uno de los negocios que emprende, pensó.

Ahora puede transformar por primera vez el sentido de su esfuerzo, cambiando la simple acumulación de capital, por otra acumulación de capital, pero con sentido profundamente social y humano. Ella podría encabezar los proyectos orientados a dar empleo a las mujeres pobres que deambulan en la ciudad con sus hijos a cuestas. Habría que pensar también en que hacer por esos niños. Pensó en sus hijos, se sonrió. Estoy convencido del talento que subyace en ellos, seguro que pueden ser excelentes ciudadanos, maestros, científicos, poetas, médicos, ingenieros, biólogos, artistas, obreros calificados, músicos, pensó desbordante de optimismo.

Su vida se estaba impulsando con ánimos jamás sentidos, estaba seguro de que habría de aportar su sangre si fuera preciso para derrotar a la miseria que se abatía sobre un gran número de mexicanos.

Habría que iniciar en la ciudad de México, después el resto del país. La acción debe ser nacional, hasta el más mínimo rincón, donde haya un solo hombre pobre, un indígena, concluyó, abordando de un salto su vehículo.

Apenas empezaba a conducir cuando sintió como si de repente el auto no rodara, sino que se deslizaba más propiamente como una canoa sobre el agua, pensó en Ehécatl.

La ciudad que se desplegaba frente a él se mostraba alegre y bulliciosa, llena de luces multicolores, con grandes anuncios de neón, moderna, implacable, soberbia. Siempre ha sido grande, siempre lo será, pensó.



Las luces de los potentes faros del BMW se filtraron a través de la reja de hierro forjado, la repentina luz puso en alerta a tres perros guardianes que de inmediato emprendieron veloces al encuentro del vehículo que ya traspasaba la reja de entrada a la residencia de la familia Manrique.

Al bajar del auto, Fernando se encontró con la figura de Jorge, su asistente personal, hombre de su entera confianza, que al verle con las manos ocupadas por la bolsa le preguntó intrigado:

¿Señor, puedo ayudarle con,-- miro la bolsa-- eso?

No, gracias Jorge, contestó, mejor prepárame la terraza, me tomare un tequila y cenaré algo ligero, una ensalada y pescado. Trata de mantener quietos a los perros por favor, me gustaría estar en completa calma.

Al momento de retirarse, Fernando observó a Jorge en su camino hacia la parte anterior de su casa. Al verle caminar así recordó cuando le había conocido, lo que ocurrió cuando siendo él un joven de diecinueve años había acompañado a su padre a un viaje por las instalaciones retransmisoras de las señales de las estaciones de radiodifusión que su padre tenía en el cercano poblado de Xochimilco. Su padre le decía que esas radiodifusoras atendían a la población rural y les daban servicios incluso para mandarse recados entre ellos, a manera de emergencias e incluso de saludos a sus amigos o familiares; eso me caía muy bien de los locutores. En aquel entonces, Jorge se acercó con el mismo paso sereno a su padre justo antes de subir al vehículo que los llevaría a otra estación similar, recordaba que le había dicho sin mayor preámbulo:

Señor, me atrevo a interrumpirle para pedirle una oportunidad de trabajo, mi familia necesita comida, estoy desesperado, no cuento con ninguna profesión ni oficio, pero siempre pongo mi mejor empeño en las pocas cosas que sé hacer, ¡ayúdeme¡ por favor, terminó, siempre mirándole directamente a los ojos .

La crudeza de la conversación que presenciaba y la sinceridad que percibía del hombre que estaba frente a su padre le provocaron un genuino interés por Jorge; al escuchar sus tribulaciones, Fernando se había interesado por primera vez en gente fuera de su círculo íntimo de amigos y familiares.

Recordaba que su padre le había dicho “Anda y busca a esta persona y dile que vea donde te puede colocar, es mas --volteo a verme como solicitándome una aceptación anticipada-- podría ayudarnos en la casa, hay suficientes cosas que hacer ahí termino, mirándome con un extraño brillo en sus ojos.

Ve a verme el próximo lunes, le dijo extendiéndole una tarjeta de presentación.

Gracias Señor, muchas gracias contestó Jorge emocionado.

Desde ese momento, ese desconocido se habría de convertir en su sombra. Durante su paso por la universidad además de servirle como chofer le ayudaba con todo lo relacionado al cumplimiento de las tareas. Con especial eficacia acudía a librerías y papelerías siempre trayendo consigo los artículos y productos que le eran requeridos. Recordaba que siempre, con especial calma, ---cosa que a Fernando le desesperaba-- le rendía cuentas de las compras relatando la descripción de lo que compraba a su más mínimo detalle, su precio y el porcentaje que este representaba en el gasto total. Por esto le confió incluso el manejo de sus gastos personales en aquel entonces; ahora, siendo un hombre maduro, Fernando le había otorgado la administración de un pequeño rancho que tenía en las afueras de la Ciudad.

Fernando emprendió su caminar por el jardín que conducía a su casa cuando los mastines napolitanos se lanzaron contra él juguetones, imponiendo su fuerza, a lo que Fernando con ligeras palmadas respondía:

Quietos por hoy, su trabajo es vigilar, no molestar al prójimo, cayendo al suelo por la suma de los pesos de los tres animales; al incorporarse lo primero que hizo fue levantar la bolsa con la historia del indigente y juguetear ligeramente con los perros.

Por un momento, los perros se tranquilizaron y se sentaron tranquilamente a observar a su amo. Fernando se sintió escudriñado por los animales; jamás en los tres años que tenían con él se habían puesto en esa pose de manera simultánea, los tres observándole atentamente. Sin lugar a dudas Fernando estaba transitando por una nueva etapa en su vida la cual hacía que su buen ánimo sorprendiera incluso a sus perros.


Al llegar a la puerta de entrada a la mansión, Fernando observó a través del cristal la delicada figura de su esposa, quien distraída acomodaba un florero en la mesa central de la estancia. De repente dio media vuelta y se percató que era observada, se fue corriendo alegremente a su encuentro.

No vas a creer la historia que la vida me ha puesto en las manos, le dijo Fernando quién extendió la bolsa a Jaqui quién hizo un gesto de extrañeza, y por que no decirlo, repulsión ante tan desconcertarte objeto.

Perdón, los colocaré en un lugar apropiado, pero ven, siéntate, quiero platicarte algo. Fernando la tomo del talle con suavidad y la fue conduciendo entre abrazos y besos al centro de la sala para extenderle uno a uno los rollos con la historia de “El sexto Sol”. El asombro de Jaqui iba cada vez más en aumento; por los movimientos que hacia con sus manos estaba relacionando perfectamente la violenta batalla de su esposo en plena calle, la intervención tan inesperada del anciano indigente, su escrito, y la fabulosa empresa que Fernando le estaba proponiendo, sumando la innata fuerza, inteligencia y astucia de los mexicanos más pobres, con todo su poderío económico.

Rápidamente, Jaqui tomó el primero de los rollos y se sentó en el sofá junto a la ventana, dispuesta a darle lectura.

Sin dejar de observarla, admirado por su figura, Fernando escucho: ¿Te espero a cenar?

Jaqui le observó, pudo detectar en su mirada, en sus ojos, el fulgor del amor mutuo. Suspiró, se abalanzó a él desbordada de amor y energía.

Sentado en la terraza, Fernando se entregó a la lectura del tercer rollo de papel.

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