jueves, 18 de octubre de 2007

El sexto sol

Por Juan Silvestre Lechuga Peña

CAPITULO IV


En la ruta del Águila.


¿Con qué me iré?
No dejaré nada de mí sobre la tierra.
¿Cómo debe obrar mi corazón?
¿Ha venido quizá en vano, para vivir
y crecer sobre la tierra?
Dejemos por lo menos flores atrás...

Nezahualcóyotl






México-Tenochtitlán, 25 de mayo de 1519.

Al levantarse de su lecho lo primero que pensó fue en la extraña y por demás atrayente oferta de visitar al anciano guardián de Quetzalcóatl. A Ehécatl le intrigaba profundamente que siendo un hombre tan viejo mostrara una vitalidad propia de la de un hombre de mediana edad; su energía era sobrenatural. Recordó que durante su breve plática del día anterior había notado que su dentadura estaba completa y en perfecto estado, sus ojos tenían la blancura de un niño de ocho años, sin rastro alguno de cataratas. Su cabello, lleno de canas, tenía un resplandor verdaderamente espectacular. Su figura, gracias al brillo de su cabello sobresalía entre la multitud que cubría regularmente la zona denominada popularmente como el Templo Mayor.


Recordó también el enorme cometa que había alterado a la población; de inmediato se puso de pie y salió de su habitación dirigiéndose hacia la parte trasera de su casa.

Afuera, un amplio patio todo el de tierra estaba lleno de innumerables árboles frutales que alineados se distribuían a lo largo del terreno. Fue directamente a una pequeña choza situada justo frente a su dormitorio y de ahí extrajo dos enormes cántaros de barro cocido, con los cuales había de abastecer a su casa de agua pura proveniente del monte sagrado de Chapultepec.

Notó que el cometa se alejaba en dirección poniente, su alma se reanimó al momento de reflexionar:

Gran dolor habría causado si hubiese caído en nuestra madre tierra, por algún designio solo fue un aviso.

La fuerte musculatura de Ehécatl se manifestó al momento de levantar los cántaros, lo cual hizo con destreza y sin signo alguno de esfuerzo. Medía cerca del metro ochenta; su estatura realmente era excepcional, sin embargo, hacia las costas del pacifico había una tribu, los Purépechas, que con un pequeño ejército, habían mantenido su autonomía ante el poderío central del Imperio, solo con la valentía y arrojo de sus valientes guerreros. Este ejército contaba con una excepcional guardia real, compuesta en su mayoría por guerreros de entre veinticinco y cuarenta años de edad. La mayoría de ellos superaba el metro ochenta de estatura, con grandes conocimientos sobre el uso de armas y la batalla cuerpo a cuerpo, de gran fiereza en el combate.



Deslizándose por la calzada acuática se acercó a la zona que el pueblo denominaba “de las Grandes Casas”, área destinada a albergar los más importantes adoratorios de los dioses tutelares, la residencia del emperador Moctezuma y la casa de los guerreros águila y tigre. Había también grandes habitaciones destinadas a los numerosos asistentes que abastecían de víveres y artículos diversos a los residentes.

Al llegar al borde de la explanada apareció frente a sus ojos el adoratorio destinado a Quetzalcóatl. El templo se erguía muy cerca de otros de mayor altura dedicados a Huitzilopochtli y Tláloc. Había claras diferencias entre ellos, el más austero era el de Quetzalcóatl.

Su altura de cerca de quince metros era prácticamente multiplicada por el efecto visual que provenía del resplandor de sus enormes escalinatas y muros blancos, lo que daba al templo una dimensión majestuosa.

Desde el primero y hasta el último escalón caían dos enormes esculturas de serpientes, que en línea recta se lanzaban atadas con sus grandes cascabeles desde lo alto de la pirámide hasta el primer escalón; remataba una enorme cabeza del reptil, cuyas fauces muy abiertas sugerían un inminente ataque. El centro propio del adoratorio, en la cima, tenía un simple techo de palma trenzada y atada a viguetas de madera.

¿Tendré la suerte de mirar de frente el interior del adoratorio?, Pensó Ehécatl emocionado.

Durante su formación como guerrero, se le había hablado de los enormes prodigios que le eran atribuidos a Quetzalcóatl, así como de la mágica estrategia que poderosos númenes enemigos habían utilizado para expulsarle de la otrora resplandeciente ciudad de Tula.

Se encaminó directamente hacia el templo y abriéndose paso entre la multitud se acercó a la parte resguardada por guardias del ejército azteca. Un guerrero, de rango inferior al suyo, --ya que solo ostentaba una pluma atada a su oreja-- se interpuso en su camino, justo antes de la explanada que permanentemente se mantenía despejada para darle tranquilidad y paz a las deidades.

Ehécatl simplemente giró la cabeza y el guardia de inmediato le abrió el paso cuando observo las siete plumas que pendían de su oreja derecha, poderoso símbolo que indicaba un pródigo abasto de sangre a sus dioses por parte de ese guerrero.

No había recorrido un metro de distancia cuando al frente, de la base de la gran pirámide emergió el guardián de Quetzalcóatl a través de una pequeña entrada en la pared. Le sonrió y le hizo una señal con la mano para que se acercara.

Al llegar lo recibió tomándole del hombro izquierdo para, bruscamente, hacerlo girar y dejarlo mirando justo al lugar por donde había entrado.

Por un momento Ehécatl sintió una especie de mareo cuando observó que el borde mismo de la entrada al palacio se veía muy lejano el tan solo había avanzado unos cuantos pasos.

¿Te sorprende haber llegado hasta aquí con tan pocos pasos?, Le preguntó el guardián.

El ancho y el largo se transforman una vez que trasciendes el umbral de acceso a este recinto, le dijo, indicándole con las manos diversos puntos imaginarios en el cielo.

Misteriosamente, una especie de sopor y absoluta calma le invadió, con serenidad le dijo al anciano.

Señor, aquí me tiene usted, no he podido dormir pensando en el importante mensaje que usted tiene que darme.

No solo es un mensaje Ehécatl, es una misión muy importante a la cual estas destinado a servir, le dijo, esta vez con un signo de mayor gravedad en sus palabras.

Dando un paso hacia atrás, el guardián le indicó a Ehécatl que emprendiera el ascenso por las escalinatas directamente hacia el templo central.

Antes de empezar a subir el Brujo le miró directamente a los ojos y le dijo:

A partir de este momento de ti depende que este pueblo, --lo hizo voltear para que observara la plaza central a más de 10 metros de altura-, se mantenga a la par del movimiento del sol, ellos lo han concebido y para que nuestro pueblo no sea exterminado en su totalidad debemos depositar la semilla que germinara en el Sexto Sol.

Ante la vista de Ehécatl se desplegaba la inmensa plaza central; hacia donde salía el sol destacaban los enormes cuerpos de los volcanes guardianes, impresionaba la que semejaba una mujer dormida, pero sin duda el que mayor respeto infundía a los pueblos que circundaban sus faldas era el Popocatéptl, siempre activo y violento, en sus grandes espacios de tiempo, tiempo que los hombres no podían concebir, pensó.

El lago cuya orilla se perdía en el horizonte, reflejaba la imagen de los dos enormes volcanes que siempre se mantenían cubiertos de nieve; a sur, otro imponente macizo se alzaba con toda su majestuosidad, la montaña de Tláloc y sus Tlaloques, que presurosos día a día se manifestaban en sus laderas, ruidosos, escandalosos, benéficos y destructivos.

Continuaba Ehécatl en sus reflexiones cuando su silencio fue interrumpido por el Brujo.

Lo que aquí veas, oigas, sientas, huelas, es exclusivamente para ti, lo entenderás; la absoluta discreción de lo que aquí acontezca es necesaria para que tu misión se cumpla; no hay poder que la desvíe, es ineludible tu participación en ella.

Solo la misión deberá prevalecer en tu mente, solo la misión, remató al momento de dar la vuelta y continuar con su ascenso hacia el adoratorio.

Ehécatl subió unos metros más y volteo para observar nuevamente la imagen que se abría frente a él. Podía apreciar claramente las principales avenidas en toda su magnitud. Desde la perspectiva que se tenía a “ras de tierra”, no era posible contemplar el armonioso trazo de las calzadas que confluían precisamente hacia el templo mayor. Como grandes venas que con vigorosos impulsos abastecen de sangre y productos a la prominente capital del Imperio, pensó.

Solo la sangre es capas de hacer girar el Sol, es el tributo que debemos pagarle, le dijo el Brujo, entrometiéndose en sus más íntimos pensamientos.

La sorpresa se apoderó de la mente de Ehécatl. Por un momento no supo que responder ante las intempestivas palabras del Brujo, quién tomando una profunda bocanada de aire, prosiguió:

Sé que te sorprendes, pero si no es con sangre, ¿qué otro tipo de alimento se merece la tierra? ¿No serás de estos nuevos guerreros que andan pregonando y alborotando a los jóvenes que no es necesario el tributo de sangre para que nuestro sol vuelva a reaparecer cada día?, Sentenció, esta vez mirando fijamente a Ehécatl, que con los ojos muy abiertos empezaba a darse cuenta que sería muy difícil ocultarle algo de su persona e incluso sus más íntimos secretos, solo alcanzó a decirle.

Yo soy uno de ellos, Señor.

Sonriendo abiertamente, el guardián le dijo que terminara de subir los últimos escalones, acto seguido, se dirigió con sorprendente agilidad a la cúspide de la pirámide.


Era del conocimiento del pueblo que en esos lugares se encontrarían restos del guerrero sacrificado. Su sangre invariablemente era untada en los labios de las imágenes de sus deidades y no era removida nunca, así se calmaba su sed, pensó Ehécatl, sin embargo, lo que menos se esperaba era encontrar el orden y limpieza que privaba en el sitio.

Para sus dioses, lo que menos importaba era la limpieza.


Al llegar al adoratorio, el guardián le indicó a Ehécatl que se sentara en una pequeña roca colocada en la orilla del pequeño patio.

De pronto el Brujo le dijo: ¿se mueve la tierra?

Sorprendido por la pregunta, Ehécatl intentó responder, pero el guardián continuó:

La tierra gira alrededor del sol en un lejano viaje entre las estrellas, la tierra tiene su propio corazón, un corazón que le alimenta y le alimentó por primera vez la vida, la luna; que apareció allá por donde llegó Quetzalcóatl, -- y señaló al altar donde descansaba el poderoso Dios del viento-- y moviendo esa enorme masa de agua, la luna impulsó y vigorizó el alma de la tierra, que nació con la primera manifestación de vida. Pero la tierra, no es más que un componente de un gran Dios, y la tierra, cuenta con el privilegio de ser el espíritu, el alma, la cabeza de ese enorme ser. Este ser, “El Águila”, se alimenta del alma de todo lo que aquí en la tierra tienen alguna manifestación de vida, incluso reina sobre el alma de las piedras.


La excitación de Ehécatl iba en aumento, y haciendo gala de destreza mental, contuvo sus emociones y replicó al guardián: Señor, ¿usted justifica la sangre para dar de beber al sol?

Ha visto como se marchita el alma de una madre cuando su hijo es el “elegido” para calmar la ira de Tláloc, el alma de una madre nadie la repara, sin embargo, esa madre resiste, así ha resistido siempre nuestro pueblo.

Yo tampoco estoy de acuerdo con los sacrificios, le contestó el guardián, de hecho, el primer resultado de tu misión es que ayudaras directamente a su eliminación.

Levántate y acompáñame, tengo que mostrarte algo, y avanzó justo hacia el pequeño adoratorio, nicho de Quetzalcóatl. Aún más confundido con la coincidencia con el guardián en cuanto al rito de sangre le siguió a pocos pasos, atento a todo lo que ante sus ojos se desplegaba.

El lugar donde descansaba la deidad estaba rústicamente habilitado; al centro de la choza, sobre una enorme piedra labrada con las fauces de una serpiente, descansaba el Ídolo hecho de diversas semillas y masa. Semejaba un enorme pato, su rostro, de gran tamaño, desproporcionado con el resto del cuerpo, terminaba con un alargado pico. Sus piernas y brazos, si bien deformadas hacia las características del ave, le daban una dimensión humana a la deidad.

Siéntate, le indicó el guardián, quién con un leve movimiento, empezó a levantar el petate que cubría el ídolo, extrayendo un viejo morral y con sumo cuidado lo puso en las piernas de Ehécatl.

Ábrelo, le indicó.

Ehécatl tembloroso, introdujo la mano y su asombro llegó al máximo cuando frente a él apareció un collar idéntico al que portaba el emperador Moctezuma en las fiestas de Quetzalcóatl.

Este es el verdadero, el de Moctezuma es una réplica, le dijo el guardián, este es el que portó Quetzalcóatl en su llegada por el oriente. Tu misión es que después de la guerra florida, que será la última en la que participarás, llevarás este collar hasta las montañas de Huapalcalco, y ahí, donde Quetzalcóatl reflexionó el mundo, lo lanzaras, así favorecerás su regreso. Nuestro pueblo esta es la semilla Ehécatl que habrá de germinar cuando decline el quinto sol, concluyo el guardián con gran solemnidad.

Lo que acababa de escuchar lo tenía con la boca abierta, solo alcanzó a decir:

¿Y como sabré el lugar donde enterrar el collar?

El guardián empezó a caminar lentamente en semicírculo frente a Ehécatl, al llegar al extremo retrocedía de espaldas y se detenía justo donde había iniciado su extraño caminar.

Cuando llegues a Huapalcalco, --continuo el guardián-- ascenderás directamente la pirámide central, deberás colocarte de espaldas al gran corazón de los sacrificados, dando la espalda al Sol. Frente a ti, en las hermanas rocas de la protección, al lado de la cascada, --en ese momento el guardián extendió el brazo izquierdo y se quedó con él levantado, señalando un punto imaginario-- distinguirás el rostro labrado de los gigantes de Tula, guardianes del regreso de Quetzalcóatl, ahí justo al lado, en la grieta que lo cruza, lanzarás el collar, es la puerta para llegar a la estrella de la mañana, su morada.

Lo que te voy a decir es un privilegio para tus oídos, continuaba; los guardianes de nuestro linaje somos más antiguos que el tiempo, por esta razón sabemos cosas que sucedieron incluso, antes de que los Dioses aparecieran. Al partir Quetzalcóatl nos dejo un último mensaje: nos dijo que nuestra raza sería avasallada por poderosas fuerzas y que antes de que esas fuerzas hicieran presa de esta gran ciudad, habría que reactivar el universo, el cual, por si mismo restablecería la grandeza de este pueblo. Estamos en el umbral de una catástrofe cósmica Ehécatl, --sentenció esta vez el guardián con extrema frialdad-- pero Quetzalcóatl regresará, y tú habrás de poner tu vida si es necesario. Nuestro pueblo renacerá.

Si me preguntaras como será su regreso te contestaría que no lo sé, es más, una vez aquí, no sabría decirte si se manifestará de inmediato, no sé absolutamente nada de ello, señaló; de lo que sí estoy completamente seguro es que regresará, y que tú eres parte de esa tarea.

Señor, dijo Ehécatl; al terminar la florida, que es como usted me lo ha indicado, emprenderé el camino de mi misión, pondré hasta mi último aliento en lograrla, si esto contribuye a que la sabiduría y aplomo de nuestra raza prevalezca a lo largo de las ataduras de los años y se elimine el rito de sangre.

No te mortifiques le dijo el guardián secamente, el rito de sangre está a punto de terminarse, aún si no pudieras lograr el éxito en la misión, este rito desaparecerá, el sol no necesita más sangre para nacer y morir día a día, el Quinto Sol esta por terminar.

La contundencia de las palabras convenció definitivamente a Ehécatl; en su rostro cobrizo y anguloso se dibujo una sonrisa, vino a su mente la imagen de miles de rostros femeninos que con dulce mirada observaban a sus pequeños hijos jugar, a salvo de la terrible sombra de su sacrificio a Tláloc.

Antes de iniciar el descenso, Ehécatl alcanzó a decir:

¿Que sabe usted a cerca de los dibujos de las tierras bajas, esos que hablan de la llegada de extraños, Señor?

Son parte del regreso de Quetzalcóatl, son parte de la abolición del rito de sangre, son parte de los nuevos y misteriosos tiempos por venir, el Quinto Sol ha terminado, dijo el Brujo sombríamente.

Vete, esta es la ultima vez que nos veremos, nada importa ya, solo que cumplas tu misión, termino.

Esa misma noche, en el centro del templo mayor, un enorme incendio devoró un altar, la gente que acudió a apagarlo, aseguraba que mientras más agua lanzaban, más altas eran las llamas; decían que las llamas salían del centro mismo de los troncos, aseguraban que en un cielo sin nube alguna apareció un poderoso rayo, que estruendoso hizo blanco con su impresionante látigo de luz, en el centro mismo del templo. Al final solo alcanzaron a rescatar los restos quemados de un cuerpo humano.



Fernando Manrique alcanzó de la pequeña mesa el siguiente rollo de papel.

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