martes, 23 de octubre de 2007

El sexto sol

Por Silvestre Lechuga Peña

CAPÍTULO V


El dolor del adiós



Cortés soy ... Di a España triunfos y palmas
con felicísimas guerras, al Rey infinitas tierras,
y a Dios infinitas almas.

Lope de Vega
La Araucaria, acto III


Cádiz, España, 25 de mayo de 1519.

Los azules ojos de Francisca Aguilar se empezaron a tornar brillantes, sin poder contenerlo, como un susurro pequeñas lágrimas empezaron a rodar por sus blancas mejillas.

¡Hijo!, lo que me estás diciendo es una verdadera locura, aquí tienes techo y alimento seguro; ¡No!, no permitiré que te marches.

Manuel la observó como siempre lo hacía desde pequeño, cuando le comunicaba alguna aventura, mirándola directamente a los ojos, como suplicándole que antes de regañarle le entendiese que si cometía errores o emprendía aventuras lo hacia de manera inconsciente y sin animo de causarle daño a nadie.

Madre, estoy resuelto a ello, en estos últimos días que me has notado ausente, he entrenado al Nerón, Afrodita y ocho mastines más para servirme de ellos en las lejanas tierras donde voy. Esta, madre, es la acción que necesito, aquí, todo terminó. Aspiró y continuó dando cada vez más un tono de tristeza a sus palabras. El dinero, el maldito dinero que destruye los más nobles sentimientos, las más sinceras intenciones; si no lo tienes, olvídate, estás condenado a la miseria y abandono, a nadie le importas a nadie, Madre

¡Me importas a mí!, contestó ella con la voz entrecortada, --por su mente pasó la imagen de su pequeño hijo cuando pequeño corría alegremente hacia sus brazos, una enorme ternura y amor le invadía—y prosiguió; Hijo, en tus ojos, en tus lindos ojos, veo la decisión, es una decisión fría y brutal, y como madre la reconozco y sé que es irrevocable, solo me queda decirte que Dios te acompañe y que regreses sano y salvo.

No pudo contener el llanto, dejó que su cuerpo diera rienda suelta al sentimiento; en la aventura que su hijo emprendía le iba prácticamente la vida.

Manuel en extremo emocionado se levantó y fue a abrazarla, se pegó a ella como lo hacía cuando de pequeño tenía miedo, esta vez así sucedía, atravesaría el océano, iba a lo desconocido.

Madre, dicen que hay prodigas y bellas tierras, dicen que podré hacer fortuna, así tendré el dinero y poder para conquistar no una sino mil mujeres de Cádiz, le decía tratando de reanimarla y reconfortarla un poco.

Fue retirándola suavemente, se puso de pie y avanzó hacia la puerta de salida, giro para mirarla por última vez y decirle:

Regresaré convertido en un hombre, volveré con abundancia, oro, y verás que seremos inmensamente felices. Dicho esto, jaló la palanca de hierro que servía de cerradura a la puerta y salió a la calle; afuera, la temperatura era insoportable, incluso no se percibía movimiento alguno de aves o insectos, resguardos sin duda del abrasador calor.

Una vez afuera sintió que las piernas se le doblaban y estuvo a punto de caer, las lágrimas cubrían su rostro, no sabía si volvería a ver a su madre, a sus hermanos, a todos y cada uno de los recuerdos que había justo a su espalda, cruzando justo el umbral de esa puerta.

Dándose la vuelta empezó a ascender por la calle que directamente le llevaría al hostal en el que habría de encontrarse con su amigo Alberto de Cáceres y el resto de la tripulación del majestuoso galeón del Capitán Ituarte.

Al abrir la puerta de la posada de Bartolomé notó un inusual alboroto provocado por la inminente partida hacia ultramar. Buscó de inmediato a Alberto el cual, ya con varios vasos de vino encima conversaba tranquilamente con un grupo de vecinos de Cádiz, embarcados también en la aventura de las Indias.

Prácticamente todos los ahí reunidos tenían algún interés en el viaje; había algunos marineros galos contratados ex profeso por el capitán Ituarte para conducir la nave, estaban también ocho marineros catalanes que haciendo gala de su talento cantaban alegremente de manera increíble ante un grupo de complacidos madrileños.

Manuel fue directamente al grano.

Alberto, ¿tenéis todo listo para la partida?, ¿la carne de los animales ya esta en su lugar?

Amigo mío, --alcanzó a decir Alberto totalmente borracho- todo esta listo, y se le acercó abrazándolo para decirle al oído: vamos no sé a donde fregaos, y tengo mucho miedo Manuel, algo me dice que no voy a volver a sentarme aquí, --señaló el repleto lugar-- y eso sí que me da tristeza, y se carcajeo un buen rato para después decir con tono muy serio, temo no ver más a mis padres; pero mi deseo interior, el que hace palpitar el corazón me dice que allá, allende el mar está mi razón de ser, soy siervo de Jesucristo y soldado de nuestro Rey Carlos, ambos nos llaman a conquistar tierras y almas en su honor.

Estas en extremo borracho Alberto, mañana en la partida sabrás del rigor de la resaca, y sabes una cosa, yo también tengo mucho miedo, pero para eso esta esto, --y levantó un pesado tarro de vino-- para aliviar la pena, pero amigo, la aventura esta allá, y hacia allá habremos de partir al alba, así que es mejor que te tranquilices y vayas a dormir, yo me encargaré de lo que haga falta.

¿Dónde están los perros?, Preguntó Manuel anunciando su partida.

Están en sus jaulas, dormidos, hasta parece que saben que también a ellos les afectará el “mal de la mar”. Mañana en travesía y si permanezco borracho no distinguiré el origen de mi vómito, concluyó Alberto carcajeándose.

Manuel se sonrió y emprendió la caminata hacia la parte posterior del hostal donde se encontraban las jaulas de sus perros y los dormitorios de una gran parte de la tripulación del viaje.

Los animales estaban apostados justo al lado del cuarto donde se alojarían. Caminó tranquilamente por enfrente de cada una de las jaulas, observando detenidamente a sus moradores.

Mi buen Nerón, observó al mastín español echado con la cabeza hacia la puerta de la jaula. El animal de aproximadamente 65 kilogramos impresionaba con solo mirarle, su pecho mostraba unos desarrollados músculos que se fundían y entremezclaban con el poderoso cuello, la cabeza del animal se asemejaba más a la de un cerdo que a la de un perro, sus fauces entreabiertas dejaban ver una cadena de agudos dientes y enormes colmillos.

El animal, reconociendo a su amo se levantó apoyándose en sus patas traseras para quedar incluso por encima de los hombros de Manuel, quién retirándose de la jaula le dijo:

Mañana emprenderemos un gran viaje, a parte del borracho de Alberto, eres en quien más confío, sé que sin titubeo darías tu vida por la salvar la mía, mi querido Nerón, y se acercó para a través de la malla de la jaula empezar a acariciar al impresionante ejemplar.

Regresaremos llenos de fama y fortuna, volveremos a ver a nuestra tierra querida y a nuestros seres amados. Vamos perro infeliz, no me pongas sentimental, hay que descansar porque mañana será un gran día, y hay que estar en perfectas condiciones, la ocasión lo amerita; dándose la vuelta, ingresó directamente al dormitorio.

El lugar, repleto y en completo desorden, daba la impresión de ser una bodega de víveres y no la habitación en la cual habría de descansar en vísperas de su travesía hacia el nuevo mundo. Sobresalían diversos sacos llenos de papas, otros con trigo, barricas de vino y agua dulce, enormes cantidades de pescado seco salado, había además varias pacas amarradas con carne de asno desecada, la cual, al solo agregarle agua y algunos restos de verduras proveía de la alimentación que los mastines habrían de requerir.

Sus ojos recorrían el escenario y fueron a dar directamente a una bolsa de cuero muy familiar para él, recordó que su madre, que en previsión del viaje se había adelantado enviándole al hostal sus escasas pertenencias. En estas se incluía la armadura de metal, que al verla le produjo un profundo escalofrío. Se acercó a ella y con la mano temblorosa empezó a tocar el reluciente casco, a la vez que susurraba en voz muy baja: Madre mía, --las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas-- hasta en la coraza que habrá de salvarme o servirme de mortaja se siente tu cálido amor, el brillo de esta armadura, --la levanto con facilidad a pesar de su peso-- refleja la limpieza de tu alma; no te pongas triste con mi partida, regresaré a besar tus nobles manos, que tanta ternura y amor me han prodigado.

Respiro profundo tratando de distraer el sentimiento que le atrapaba y empezó a hurgar en sus demás pertenencias; extrajo un enorme queso, cuatro hogazas de pan, varias botellas de vino y envuelta en una suave tela, la cruz con Jesucristo crucificado, que siempre desde que tenía memoria había estado en la cabecera de su camastro.

Se acostó en el rincón, sobre un lecho de paja y pieles de oveja, --como la mayoría de los dormitorios de la posada-- y rápidamente empezó a quedarse dormido, en su mente prevalecía la incertidumbre que le provocaba lo desconocido, pero a la vez estaba lleno de curiosidad por ello. Había decidido enfrentar si fuera necesario a costa de su vida la más importante y formidable aventura que ciudadano alguno de la España y su Reino podrían siquiera imaginar.


Puerto de Cádiz, España, 26 de mayo de 1519.


El sol pegaba directamente a su cara, eran las diez de la mañana del día de su partida hacia lo desconocido, quizá al fin del mundo, directo a su muerte. Su rubio cabello caía sobre los hombros dejando ver en su perfil la nariz aguileña y sus saltones ojos azules; el mentón anguloso denotaba la firmeza de su carácter. Manuel de Mendoza y Aguilar observaba las escenas que frente a él se desplegaban todas ellas llenas de tristeza y profunda emoción, pues la gente concurría al muelle a despedir a sus seres queridos.

Había ancianas apoyadas en rústicos bastones que no hacían más que llorar, lo que reflejaba el temor natural de no volver a ver a sus seres queridos nunca más debido a su avanzada edad; había mujeres jóvenes que desconsoladas veían partir al hombre de su vida, al padre de sus hijos en plena juventud; ahora sus lechos y sueños estarían abandonados.

Observó como en fila, cientos de cargadores ascendían por un rampa de viguetas de madera directamente a la cubierta del galeón, justo en ese momento, vio como en sus jaulas sus perros eran subidos sobre unos pequeños carros con ruedas de madera; por el agitado movimiento, los perros estaban alterados y se lanzaban furiosos contra las rejas como tratando de infringir una mordida a sus momentáneos captores, objetivo que nunca lograban dados los fuertes bozales de cuero que en sus enormes hocicos traían.

Manuel emprendió entre empellones su andar entre la multitud, y no sin llevarse diferentes insultos – lo menos que le dijeron fue: ¡idiota¡ que no te fijas por donde caminas hijo e puta.-- llegó para calmar con fuertes gritos a los perros que ya empezaban a lastimarse el hocico con los barrotes de metal de las jaulas.

Parece que usted es el dueño, le dijo el hombre que servía de aduana al ingreso al barco.

Así es, le replico Manuel con una gran sonrisa, como tratando de suavizar un poco la situación.

Bienvenido a bordo, pero le advierto que si el maestre encuentra una sola mierda de estos animales por mas de un segundo navegando en mar adentro, el perro y el dueño serán echados por la borda.

No se preocupe, no sucederá así, le agradezco su recomendación.

Entregándole los papeles el supervisor le indicó: Su camarote esta justo por debajo de la cubierta, en el primer nivel, tienes la fortuna que es la única posición en la nave que tiene una claraboya, podrás contar al menos con algo de vista, adelante.

Manuel avanzó, para posarse por primera vez en la cubierta del enorme barco que le llevaría a lo desconocido

La vista que se ofrecía ante sus ojos era impresionante; la enorme bahía por primera vez se extendía ante sus ojos con todo su esplendor, a lo lejos distinguía como un fino hilo la enorme muralla que abrazaba a la ciudad entera para ponerla a salvo de sus continuos asaltos y saqueos; al centro por su majestuosidad destacaba el Castillo de la Villa.

Despegó las manos del madero --que servía de mástil a una bandera con la imagen del cristo redentor y un poco más abajo la imagen del emperador Carlos V-- y giro para observar a varios caballos que en ese momento ascendían a la cubierta donde de manera improvisada se les había construido un corral en el cual habían de viajar hasta la isla de La Española. Pensó que esos nobles animales les habrían de ser de enorme utilidad una vez que llegaran a su destino, de lo cual no habría de estar equivocado.

Se agrupaban más de veinte ejemplares de distintas razas, los había azabaches que briosos levantan de vez en vez los cascos con gran nerviosidad; había otros de raza árabe que majestuosos se balanceaban de lado a lado al compás del ritmo que el oleaje imprimía al barco. Los animales en su conjunto estaban igual de emocionados y excitados que todos los tripulantes de esa nave.

Había un caballo, un caballo especial, blanco en su totalidad, sus enormes ojos negros despedían destellos amenazadores, su gran tamaño y su impresionante musculatura lo hacían verse imponente.

El caballo se detuvo por un momento y empezó a bailotear amenazante y bramando, con el hocico lleno de espuma. Manuel se imaginó posado sobre el brioso corcel al veneradísimo Señor Santiago, que con un rostro frío y sombrío como el de la muerte, empezó a blandir su larga espada. Recordó las enormes hazañas realizadas por los españoles en la proeza de expulsar a los moros, siempre, auxiliados en los momentos más dramáticos y difíciles de sus sangrientas batallas por tan venerada imagen que ahora creía ver frente a el.

Sabía que esa “ilusión óptica” no era más que una señal de la enorme voluntad y fe que habrían de tener él y los tripulantes de la nave. Se sonrió ante su increíble imaginación y solo abandonó sus pensamientos cuando un brusco movimiento sacudió el galeón, se dio cuenta que en ese momento era soltado de sus amarras.

Vio como en tierra distintos grupos de hombres desataban rítmicamente las amarras que estaban sujetas a enormes troncos enterrados sobre las rocas. Notó como, a una velocidad muy rápida el barco empezaba a alejarse de la costa, y al volver la vista hacia cubierta observo un impresionante espectáculo de increíble movilidad y vitalidad.

Al centro de la nave, justo en el mástil, varios marineros habían ya ascendido a distintos niveles y con increíble sincronización empezaban a atar diversos cordeles que sujetaban a la vela principal, la cual totalmente desplegada empezaba a transferirle la enorme potencia del viento al galeón, que veloz empezó a dejar como una leve línea en el horizonte a la costa de Cádiz, de Iberia, del mundo, de su mundo.

Otros marineros, los de mayor número, se agrupaban en torno a las pilas de costales que contenían diversos artículos para el viaje, desde comestibles, hasta pólvora en barril, ballestas y arcabuces. Destacaba por su volumen la paja y rastrojos comprimidos que servirían de alimento a los caballos. Había también un gran número de jaulas de madera que contenían gallinas, cerdos, patos y corderos, diferentes semillas e implementos para la agricultura, todo ello era conducido con gran destreza hacia el interior de la nave.

Nuevamente llamó su atención el caballo blanco que había visto hacía un momento; esta vez era conducido por un hombre que sin duda era su propietario, ya que el caballo se comportaba de manera tranquila y apacible con él; el hombre, barbado y vestido como todo un Hidalgo cuidadosamente revisaba y seleccionaba la hierba que habrían de suministrar a su bello ejemplar, su destino era también la Isla de La Española.

Momentos después, Manuel de Mendoza se integraba al resto de la tripulación en su incesante actividad, parecía que el Galeón cobraba vida y exigía un enorme esfuerzo de los marineros que animosos se comunicaban con grandes gritos, como queriendo aligerar su alma. Ninguno de los tripulantes de la nave podría apostar si volviesen a ver su querida tierra, a sus hijos, a su mujer, a sus padres, a las tumbas de sus muertos.

Girando trescientos ochenta grados, Manuel de Mendoza constato que ya no existía referencia con la tierra; todo era mar océano, un escalofrío recorrió su cuerpo a la vez de que dos potentes respiraciones le volvieron a dar la calma y serenidad que le caracterizaban, sin embargo, un ligero malestar empezaba a apoderarse del y desconocía si se debía a lo abundante de la cena que su madre le había obsequiado en vísperas del viaje o si se hubiese contagiado de alguna rara enfermedad. Pensó que su malestar sería pasajero y se dirigió tambaleante a su camarote.

La explosión interior nada la pudo contener, era como un volcán que al arrojar la lava disminuía su propia presión y llegaba nuevamente al estado de reposo, pero una nueva oleada de náuseas, esta vez acompañada de temblores incontrolables y sudor frío estremecieron el cuerpo de Manuel de Mendoza, lo que le hizo vomitar una vez mas.

Alberto, preocupado, pues ya transcurría el segundo día del viaje y no observaba mejoría alguna, trataba de reanimar a Manuel quién ya pensaba seriamente en su próxima muerte. Tratando de reanimarle le decía:

Anda, Zorro, no podrás quedarte así nomás sin dar pelea, recuerda la deuda que tenemos con el desgraciado de Bartolomé, y somos caballeros que sabemos responder por ellas, anda toma esto, dice el capitán que es lo único que puede aliviarte, es un té.

¡Un té de que demonios!, Gritó Manuel incorporándose tembloroso de su camastro y permaneciendo sentado y apoyado a la oscilante pared de la nave.

De cáñamo de la India, le dijo Alberto, dice el capitán que no hay mejor remedio, y se acercó para ofrecerle un tarro de madera que contenía la bebida caliente.

Manuel la bebió de un solo trago volviéndose a recostar en su camastro en posición fetal intentando dormir un poco y olvidarse de esa espantosa pesadilla del vómito incontrolable. “El mal de la mare”, le decía Alberto en tono de broma cada que expulsaba los alimentos.

Esta vez no se movió, rápidamente se quedo profundamente dormido; Alberto le extendió una piel de oso sobre su cuerpo y le acerco un bolso el cual contenía pan fresco, queso y una botella de vino.

Con esto quedarás como un tigre amigo, le dijo y empezó a subir por las escaleras de madera que comunicaban con la cubierta de la nave.

El brusco movimiento lo arrojo fuera de su camastro, el golpe en el piso, justo en la barbilla estuvo a punto de dejarlo sin sentido, sin embargo, en un momento de calma del barco logró recuperar el equilibrio y con gran dificultad pudo ponerse de pie.

A través de la pequeña claraboya observó como una enorme pared de agua que se confundía y perdía en un negro techo de nubes, se acercaba silenciosa y apresuradamente al barco, observó también que el mástil principal del barco yacía en el suelo hecho añicos; se dio cuenta que estaban a la deriva. Los marineros de cubierta luchaban desesperadamente por tratar de mantener erguidas las velas secundarias de la nave, aferrándose a las cuerdas y tratando de atarlas con desesperados movimientos a aquello que estuviera a su alcance, era el Apocalipsis.

La enorme ola arremetió contra el barco, la nueva sacudida lo lanzó hacia un enorme charco que se había formado en el piso. Alzó la mirada y pudo ver como parte del tronco del mástil estaba sobre la entrada de su camarote, lo cual pensó, dificultaría su salida; su instinto animal le ordenaba que debería pelear por su vida, la muerte estaba en cubierta.

Colocando ambas manos en el centro del tronco y apoyando firmemente los pies en el resbaloso escalón, Manuel de Mendoza empujó y aplicó su fuerza física como nunca antes lo había hecho, al menos así lo pensó; el tronco empezó a moverse apenas unos centímetros para luego, con asombrosa ligereza, desplazarse hacia uno de los lados y dejar libre la salida.

En cubierta lo difícil era mantenerse en pie, era vital tener algo donde sujetarse, la fuerza del oleaje que pasaba sin dificultad por sobre la nave, de vez en vez arrastraba a algún marinero, el cual una vez que pasaba la ola desaparecía irremediablemente entre la inmensidad azul del mar.

El piso de madera crujía cada vez más, una nueva ola arrastro consigo a más de 10 marineros que intentaban levantar un enorme tronco destruido por el fuerte viento y olas. La ola los lanzó en diversas direcciones, algunos fueron a estrellarse y despedazarse con la barandilla de la nave, otros fueron levantados con tanta furia por las olas que simplemente desaparecieron en el aire.

Manuel como pudo se aferró a una gruesa soga la cual estaba atada a una argolla de hierro. Se ató a ella y se resignó a morir, sabía que iba a morir, no existía en su vida una situación similar, pensó en su madre, en su infancia, en sus recuerdos que como río empezaron a llegarle, supo que ese estado era el presagio de su partida, únicamente alcanzo a gritar:

Señor, aquí te entrego mi alma, perdona mis pecados, perdóname por haber ofendido, perdóname por no dar ayuda a quienes me lo solicitaron. Perdóname Señor.

Momentos después, milagrosamente cesaron las olas, las gruesas nubes empezaron a aligerar su color y se empezó a sentir un leve calor y brisa que acariciaba suavemente sus rostros. Algunos hombres arrodillados agradecían a Jesucristo su infinita bondad al permitirles sobrevivir a tan devastadora tormenta. Manuel de Mendoza intentaba quitarse de encima la enorme cuerda enrollada en su cuerpo, lo cual sin duda había ayudado a salvarle la vida, la soga lo mantuvo fijo y sin que se estrellara contra la cubierta en las repetidas series de olas que los sacudieron.

Sobre la cubierta destrozada de la nave, un hombre rubio empezaba a dar una serie de órdenes que iban desde que hacer con los heridos hasta que acciones inmediatas se habrían de llevar a cabo para poner en marcha y con rumbo a la embarcación. Su increíble capacidad para organizar y dirigir se hicieron evidentes, todos acataron sus instrucciones, desde ese momento, ante la muerte del capitán Ituarte y varios oficiales de la nave, Manuel de Mendoza se convirtió en el líder indiscutible de la travesía hacia la isla de la Española.

Fernando Manrique recogió el resto de los rollos de papel y emprendió el camino hacia el interior de su casa, un poderoso impulso le renovaba y prácticamente le ordenaba continuar leyendo tan insólitos manuscritos, en la intimidad de su alcoba, junto a su adorada compañera, pensó emocionado.

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