jueves, 25 de octubre de 2007

El sexto sol

Por Juan Silvestre Lechuga Peña

CAPITULO VI


La noche de las luciérnagas

Yo soy Huitzilopochtli, el Guerrero. Nadie es igual a mí.
No en vano me he puesto el vestido de plumas amarillas,
pues por mí ha salido el sol.

Canto a Huitzilopchtli


México-Tenochtitlán, 4 de septiembre de 1519.

Desde muy temprano, Ehécatl, su madre, hermanos y varias personas más se fueron a apostar a la puerta de la casa de Xóchitl. Era ya el cuarto día de esta ceremonia en la cual insistían en recibir el ansiado “sí” de los padres de la bella mexicana.

La puerta de madera se abrió y apareció sonriente un hombre joven de rostro afilado y cobrizo, su escaso bigote apenas daba un toque oscuro a las comisuras de su enorme boca. Con una leve inclinación hizo una seña para que los visitantes entraran, lo cual los lleno de regocijo, pues sabían que tal muestra de cortesía era sinónimo de una tácita aceptación para que ambas familias se unieran a través de sus jóvenes hijos.

Ehécatl observaba a Xóchitl, sus ojos ese día con un especial brillo seguían todos y cada uno de sus movimientos. Por primera vez la observaba en la intimidad de su hogar. Con ágiles movimientos servia un humeante chocolate a cada uno de los invitados mientras que Atl entablaba amena conversación con el padre de Xóchitl. Todo era alegría al interior de la vivienda.

Ante sus ojos se encontraba la única mujer que lo había cautivado y cimbrado hasta lo más profundo de su ser; el profundo amor que sentía por Xóchitl lo había construido día a día desde el primer momento que la conoció. Recordaba como sus miradas se cruzaron un día cuando Xóchitl, junto con otras jóvenes mexicanas participaban en los preparativos del festejo al Dios Xipe-Totec; la primavera había sido el marco del encuentro, recordaba que desde ese día, con ansias incontrolables arribaba diariamente al lugar de los ensayos para que se diera cuenta que aquella mujer dueña de sus sueños y origen de sus mas bellos sentimientos le correspondía de igual manera.

Consideraba que vivía un sueño, un dulce sueño, ese día los padres de Xóchitl habían aceptado la unión entre ellos, y ya proyectaba en su mente los años de feliz y duradero amor que se les avecinaban.

Un solo pensamiento le entristecía y nublaba la alegría, los extraños hombres dibujados en los amates.

Si es verdad que el Quinto Sol ha terminado según las afirmaciones del guardián, debemos esperar enormes cambios en nuestras vidas, ¿pero que será, de que se tratará?

Discretamente tomo de la mano a Xóchitl y con un leve guiño le indicó que salieran de la casa. Afuera, tomándola del talle, suavemente le dijo:

Este es el día más feliz de mi vida, daré mi sangre para que siempre haya felicidad en nuestro hogar. Te ofrezco mi compañía y mi consejo, te ofrezco mi palabra y mis oídos, para que tu dulce voz me inunde en los días de tribulación que habremos de enfrentar.

Xóchitl no lo dejó continuar, delicadamente se acercó aun más y le dijo:

En lo único que debes pensar es en la felicidad que nos espera, verás que todo vendrá bien, no tienes por que tener pensamientos sombríos, lo único que quiero es vivir siempre a tu lado, en cualquier situación, nací para morir contigo.

Ehécatl la tomó del talle y la estrecho con ambos brazos, esta vez no le dio ningún beso, sabía que ese cálido abrazo sellaba sólidamente su inmenso amor. Dieron vuelta e ingresaron nuevamente a la casa, la ceremonia estaba por comenzar.

Dentro de la vivienda, un anciano se preparaba para pronunciar unas palabras, la solemnidad de la escena era interrumpida por los niños ahí presentes que correteaban una desconcertada lagartija que ya sin cola, trataba de huir de sus peligrosos perseguidores. El hombre de mayor edad, con paso lento se situó justo al centro de los invitados y dando el rostro directamente hacia donde salía el sol empezó ha hablarle a Ehécatl.

Hijo mío, aquí estas en presencia de tus parientes, ya es tiempo de que tengas mujer y no hagas más travesuras, ya es tiempo de que te alejes de tus amigos y te esfuerces en las labores que el señor Huitzilopochtli te ha destinado, que son las de dar de beber al sol y de comer a la tierra.

Ahora se te ha juntado con otra tarea, la de unirte a esta bella joven, ambas tareas requieren de decisión, fortaleza, valor, arrojo, intento, pero sobre todo amor, amor por ella y por nuestros dioses.

Y tú muchachita, --giro levemente para decirle a Xochitl-- has dejado de pertenecer a las pequeñas y deberás dejar de hacer boberías; trata de ser digna en tu nueva condición, ya perteneces a las mujeres maduras, pronto habrás de multiplicar la familia, pronto enfrentarás penas y lágrimas, ¿pero a que otra cosa venimos, si no es a sufrir?, se preguntaba el anciano.

El sol cobije esta unión y que sea fuente de hombres guerreros y mujeres valientes que sin rasgo de temor se ofrezcan en sublime sacrificio.

Todos empezaron a estrecharse las manos con gran suavidad, solo rozándolas, de esa manera se transmitía desde sus más profundas creencias la complicidad y aceptación de esa nueva unión de sus seres queridos.

Por un momento Xóchitl desapareció de la habitación para posteriormente regresar acompañada de varias jóvenes con un atuendo que dejó sin aliento a Ehécatl:

Por primera vez veía a su amada mostrando su esplendorosa belleza, su cuerpo estaba cubierto con una manta delicadamente labrada con motivos florales; desde la punta de los pies hasta la cabeza, su piel había sido pintada de color rojo y sus piernas y brazos tenían adheridas unas pequeñas plumas amarillas, era el Sol. El pelo suelto con una diadema de flores silvestres remataba el bello atuendo.

Entre los ahí presentes, Ehécatl avanzó hacia su compañera, la tomó del brazo y empezó a caminar hacia la puerta de salida, acompañados por todos los invitados a tan importante evento.

Después de recibir las felicitaciones de todos los reunidos, Ehécatl y Xóchitl entraron a una pequeña choza en la que por cuatro días y cuatro noches habrían de permanecer, siempre bajo la estricta vigilancia de un grupo de mujeres de avanzada edad que darían testimonio de la unión de la nueva pareja mexicana. La tarde continuó con alegres cantos y danzas, solo empezaron a retirarse cuando el astro rey por fin se perdió en la región del Mictlán.

Las temibles y siniestras Tzitzimeme, con sus desgarradas ropas y rostros cadavéricos, volaban ya en el negro horizonte, implacables y terroríficas con quien osase cruzarse en su camino.


México – Tenochtitlán, 15 de septiembre de 1519.


Hoy es el día, desde este momento te pertenezco, soy uno de tus guerreros, Señor, ya voy presto a tu morada a impulsar con humildad el trayecto del astro, ya me he preparado en el campo con la mayor entereza y valor para brindar la captura en tu honor. ¿Qué valiente prisionero aportará su preciada sangre y carne en tu honor y en el de nuestra madre tierra?

Ehécatl se levantó del petate con extremo cuidado, apartó la delicada manta de algodón que lo cubría y sin despertar a Xochitl se levantó dispuesto a preparar sus atavíos de guerra. Ese día emprendería su viaje a la guerra florida; Teotihuacan, la ciudad de los dioses sería el escenario. Sabía desde niño, que la única manera de llegar hasta el sol para ayudarlo en su trayecto diario por el cielo era a través de la muerte, por eso, el escenario ideal para la guerra era la enorme calzada que unía y separaba a los templos del sol y de la luna, la calzada de la muerte.

Sus manos alcanzaron el morral donde con gran cuidado escondía el collar de Quetzalcóatl. Pensaba que de tener éxito en la captura de guerreros enemigos emprendería de inmediato el viaje a Huapalcalco, sin olvidar desde luego, una previa visita a su adorada mujer; los ojos de Ehécatl se iluminaron de dulzura al observarla reacomodarse en el lecho.

Introdujo el morral en el fondo de un enorme saco de piel y fue cuidadosamente colocando todos y cada unos de los elementos necesarios para enfrentar los desafíos de la guerra florida. El atuendo incluía un enorme escudo de piel sujeto a una rígida estructura de madera en forma de aro, destacaba en su centro la imagen de un águila hecha de plumas multicolores devorando una serpiente, el símbolo máximo de los mexicas.

Después metió dos enormes maxtles, --mazos de madera que en uno de sus extremos tenían atadas dos filosas hachas de obsidiana, ingeniosamente perforadas y sujetadas al madero con cordeles de fibra de agave— introdujo un arco y varias flechas, la mayoría de ellas decoradas con dibujos sagrados.

Ahora si que capturaré a mi octavo guerrero, pensó. Tomo con delicadeza la pluma de mayor tamaño, símbolo de su primera captura en la guerra florida y se la colocó en el lóbulo de la oreja izquierda- ¿como será la octava pluma?, se preguntaba. Su vista recorrió cada una de las siete plumas que solía portar, todas ellas multicolores y con incrustaciones de jade y oro.

No, no debo distraerme de la gran tarea, mi destino es ayudar al nacimiento del Sexto Sol, el guardián tiene razón, los últimos acontecimientos nos dicen que los recién llegados dioses no lo son tanto, ya han cometido varias afrentas en los pueblos que han visitado, pensó. Apresuró a meter las últimas pertenencias.

Mi colibrí adorado, es la hora en que tengo que partir, --la voz de Ehécatl era temblorosa-- regresaré con humildad a postrarme ante ti, porque sé que desde este día estarás sola y mi sagrado deber es estar a tu lado.

El corazón de Xochitl estaba destrozado y ensombrecido; negros presentimientos le nublaban la razón y sin embargo, se mantenía serena. Haciendo un leve movimiento se acercó a Ehécatl y abrazándose a su cintura, le susurro: Mi adorado Señor, mi adorado sembrador de vida, solo espero que cuando regreses este viva para reverenciarte por tu noble labor de dar vida a la vida, desafiando a la sublime muerte; sé que en mi vientre llevo tu semilla, la cuidaré como mi tesoro más preciado y todos los días le hablaré de ti.

Ehécatl separó las manos suavemente de su cintura y sin decir una palabra tomo el saco de piel y emprendió el camino hacia la ciudad de los dioses, Teotihuacan.

Afuera, el sol apenas se asomaba débilmente en el horizonte, enormes cúmulos de estrellas aun se percibían con toda claridad en el centro de la bóveda celeste.

Habrá que llegar esta misma noche al lugar sagrado; tengo el suficiente tiempo para llegar al recinto de los guerreros Jaguar y Águila y colocarme el atavío de guerra, pensó Ehécatl. Empezó a caminar esta vez por la calzada de tierra rumbo a la plaza sagrada y otros guerreros se fueron incorporando gradualmente al contingente. Resaltaba un hecho, la totalidad de las viviendas de donde habían salido los guerreros mantenían las puertas y ventanas cerradas, era de mal agüero tan solo el mirarlos marchar, incluso, al interior de las viviendas sus moradores se mantuvieron con la vista puesta en sentido contrario por el que partían los guerreros, solo volvieron a la normalidad cuando no se escucho murmullo alguno en la calle.

El intenso sol caía a plomo sobre el numeroso ejército mexica, en el frente se desplegaban aproximadamente trescientos guerreros jaguares, ataviados todos ellos con un escudo de madera cubierto de plumas y un amenazante maxtle; cada guerrero portaba un arco y un gran numero de flechas atadas a la espalda, su caminar decidido, sin la menor muestra de cansancio, daba a la columna la forma de una gigantesca oruga multicolor, que sin oposición alguna avanza con el silencio de la niebla y con la persistencia de una locomotora a vapor, apisonando todo lo que encontraba a su paso.

Seguida de esta primera columna se desplegaban perfectamente alineados y desafiantes cien guerreros Águila, al mando de cinco valerosos guerreros de la mayor jerarquía, uno de ellos Ehécatl.

El primer descanso cercano al medio día lo hicieron en el paraje conocido como Otumba; Ehécatl, con una leve seña hecha con su mano, acerco a diez de los mejores guerreros Águilas subordinados a su autoridad. Cada uno de estos lideres de alta jerarquía tenían a su mando veinte guerreros Águila a quienes comunicaban con detalle la estrategia a seguir en el campo de batalla y quienes a su vez transmitían la estrategia al resto del ejército lo que hacia que se desplazaran con asombrosa rapidez.

Ehécatl, subiéndose a una pequeña piedra empezó a decir:

El enemigo Tlaxcalteca es poderoso e impredecible, no debemos confiarnos en ningún momento, señalo ante los adustos guerreros Águila que atentamente le escuchaban.

Hemos sido informados por orden de nuestro señor Moctezuma, que los Tlaxcaltecas están muy valerosos y se ufanan de su alianza con los peligrosos visitantes de la mar cielo, de los cuales ya han tenido noticias; dicen que han jurado obediencia a estos extraños guerreros y están confiados en derrotarnos, lo cual de ninguna manera permitiremos, lucharemos como lo hemos venido haciendo desde tiempo atrás; con organización, valor y arrojo, pero sobre todo con la enorme dicha de servir a nuestros Dioses, para que ellos nos provean de alimentos, regocijo y armonía con la madre tierra.

Respiro profundamente y remató; el verdadero enemigo no es el tlaxcalteca sino con quienes ellos han hecho alianza, sin embargo, primero debemos dar una derrota contundente en esta Florida y capturar no mil, sino cinco mil guerreros tlaxcaltecas para impulsar la renovación de nuestros Dioses y que ellos nos den fuerzas y no nos abandonen en esta enorme tarea de expulsar a los invasores por la misma mar cielo por la que han entrado.

Compañeros guerreros Águila, ¿están ustedes comprometidos con su vida para dar continuidad a la travesía diaria de nuestro dios Huitzilopochtli?

Yo soy Huitzilopochtli, el Guerrero. Nadie es igual a mí. No en vano me he puesto el vestido de plumas amarillas, pues por mí ha salido el sol. Obtuvo como respuesta unísona de los guerreros ahí reunidos.

Dicho esto, se esparcieron entre los miembros de su ejército y de manera asombrosa, en prácticamente un instante, el ejército Mexica reanudaba la marcha hacia la ciudad sagrada de Teotihuacan, --como una serpiente que implacable, continuaba inexorable a merced de sus instintos sobre su presa, que en este caso, no era menor en valentía y gallardía-- No había un solo guerrero que no mantuviera la vista fija hacia el horizonte con una determinación tal dibujada en sus rostros, que de observarlos los enemigos sin duda temblarían atemorizados ante tan majestuoso rival.

A medida que avanzaba, Ehécatl repasaba mentalmente cada uno de los momentos más trascendentales de su vida; era una enorme disciplina adquirida a lo largo de su entrenamiento como guerrero, el que había de recordar todos y cada uno de los más mínimos detalles de episodios determinantes de su vida; con ello distraería las fauces de la muerte, ya que la muerte necesitaba para perpetuarse en los tiempos de todos y cada uno de los recuerdos vivos existentes y subyacentes en la mente de Ehécatl y de todos los seres vivos que poblaban la faz de la tierra.

En marcha hacia la ciudad sagrada evoco un episodio muy lejano en su vida que lo habría de marcar de manera definitiva por el resto de sus días. A la edad de doce años, cuando de manera furtiva, una mañana junto con otros cuatro compañeros de juego, entre los que se encontraba Atl, emprendieron una visita precisamente hacia la ciudad sagrada de Teotihuacan. El destino que ahora como guerrero Águila lo situaba en el mismo lugar.

Esa mañana, despejada, prometía al grupo de niños grandes aventuras, desde la simple colecta de los frutos de algunas biznagas, que con forma de pequeños chiles rojos y sabor agridulce hacían la delicia de los escuincles, o el refrescante chapuzón que solían darse en las cristalinas aguas producto de las recientes lluvias que anegaban pequeñas hondonadas en la tierra y que en poco tiempo, al llenarse de agua se cubrían de desbordante vida.

En el horizonte mental de Ehécatl empezó a tomar forma el rostro de los tres amigos acompañantes. Tenoch, el mayor de ellos y de la misma edad de Ehécatl se distinguía por su prominente gordura, que sin limitar su agilidad le daba gran ventaja en las peleas callejeras; en esa ventaja corporal se había escudado la totalidad de los miembros de esa expedición matinal ante los frecuentes ataques que de niños del Calmecac enfrentaban en su querida ciudad de México - Tenochtitlán. Tenoch con tan solo acercarse a sus rivales con su descomunal y corpulenta figura así como de su feroz mirada, hacia pensar dos veces a nuestros rivales infantiles el atacarnos.

Era un verdadero lujo para Tenoch el asistir a este tipo de paseos ya que su temprana orfandad materna le obligaban al menos dos días a la semana a participar en arduas tareas agrícolas junto a su padre; el resto de los días los ocupaba en asistir al tepochcalli a que los señores sacerdotes le procuraran una buena educación en el arte de la guerra y de honrar a sus Dioses.

Ese día su caminar era especialmente distraído y pensativo; la reciente muerte de su hermano menor ahogado en uno de los canales de la ciudad le mantenía muy triste, a pesar de que en ese caso, de acuerdo a sus creencias, su hermano estaría sin duda cerca del Dios Tlaloc, en su perenne paraíso. Para mayor dramatismo, su madre había fallecido tres años atrás.

Otro de los amigos, Netl, de once años, enjuto y prieto, prestigiado en la comunidad infantil por su admirable elasticidad y agilidad que lo hacían ser de los mejores exponentes del juego de pelota y contrario a lo que había ocurrido a Tenoch con la muerte de su madre, a Netl la misma fatalidad le había alcanzado, siendo testigo presencial del ataque que a la postre llevaría a la muerte a su padre a manos de un comerciante que trastornado por el efecto del pulque, habría estrellado en su frente el molcajete de piedra en la que consumía dicha bebida.

Recordó como Netl, desde muy pequeño le aseguraba que jamás probaría el pulque, y que nunca abandonaría el placer de participar en el juego de pelota, así como de su extraña predilección y por que no decir, fascinación por los dientes puntiagudos teñidos de rojo que las diferentes doncellas usaban en las grandes celebraciones. Aseguraba que siendo adulto se dedicaría al cuidado y pulimento de los dientes.

Uzelotl cerraba el quinteto de amigos, sin lugar a dudas era el líder del grupo, tenia un especial don para saber a través de las huellas o despojos de los animales que solía encontrar en el campo si se trataba de una culebra hembra o macho, o de un conejo o pato, si se desplazaba lentamente o si corría, al acecho de su presa, o si era esta misma. Su fama era tal que los principales encargados del cuidado de los animales propiedad del emperador Moctezuma solían consultarlo ante los repentinos cambios de agresividad que tenían por el permanente encierro, o por la enfermedad de alguno de ellos. En la comunidad era verdaderamente estimado por sus inverosímiles historias que con un prodigio de imaginación estructuraba involucrando en ellas a varios de nosotros, en historias llenas de comparaciones de nuestra conducta con la de los animales que solíamos cazar, corretear, o simplemente admirar y respetar.

Ante estos recuerdos Ehécatl lanzo un enorme suspiro y trato de contener la lagrimas que ya le corrían velozmente por el rostro, impregnadas del polvo que los guerreros Águila levantaban con sus pies frente a el, en su persistente marcha hacia la ciudad sagrada de Teotihuacan.

El paseo lo habían pospuesto repetidas veces por las intensas lluvias que se presentaban en esos días, no obstante, el día elegido amaneció radiante, sin rastro de nubes y con un sol que empezaba a asomarse con gran luminosidad y destellos multicolores.

Emprendieron la caminata muy de mañana para poder regresar a sus casas el mismo día cayendo el sol, ese era el acuerdo con sus padres, o hermanos mayores para poder seguir gozando de esa increíble libertad.

Ehécatl recordó que acompañado únicamente de Uzelotl, realizaron un descenso sobre una tabla por las escalinatas de la mayor de las pirámides, que para fortuna suya estaba atestada de yerbas y arbustos que suavizaron la vertiginosa y peligrosa caída.

El ultimo día de su paseo la tarde los sorprendió en la ciudad sagrada y muy cansados emprendieron el regreso; al principio, no cruzaron palabra alguna, cuando de pronto, Uzelotl agudamente comento que si no buscaban un refugio de inmediato, la lluvia los habría de empapar hasta los huesos, señalando las ennegrecidas y altas nubes que frente a ellos se levantaban.

Para donde se observara, el llano por el que cruzaban se extendía a tal grado que sus bordes cubiertos de árboles apenas se distinguían por su lejanía, en especial un punto que por el gris oscuro que cubría desde el suelo hacia el cielo, anunciaba la presencia de intensas lluvias, precisamente en la misma dirección hacia donde ellos se dirigían.

Conforme avanzaban empezaron a sentir en sus rostros los vientos ya cargados de humedad que de inmediato empezaron a transformarse en grandes gotas de agua que copiosas empezaron dejarse caer sobre sus semidesnudos cuerpos infantiles y a anegar el suelo.

Empezaron a correr prácticamente en cuatro patas, dadas las frecuentes caídas por el suelo que inundado ya les cubría por completo las pantorrillas, lo cual les provocaba intensas risas que frenaban aun más su avance.

Así como un niño muy pequeño u hombre senil pasan de la risa al llanto con extrema facilidad, así los aventureros infantes empezaron a llorar por el dolor que los granizos les provocaron cuando empezaron a caer sobre sus cuerpos. Conforme avanzaban, la espesa cortina de agua y hielo se hacia cada vez mas intensa y el dolor de los dedos de las manos que cubrían la cabeza, aumentaba de manera insoportable, lo que los hizo buscar desesperadamente en el suelo inundado alguna piedra que les sirviera de protección.

La piedra la encontré metros adelante, no solo una, si no dos piedras que fueron mi salvación y la de Atl, --pensó Ehécatl--, ya que en el preciso momento que nos las colocamos en la cabeza y arrodillados, el granizo aumento repentinamente de tamaño y la intensidad fue tal, que no pudimos observar, tan solo escuchar tristemente los gemidos de dolor de nuestros tres queridos amigos que desgraciadamente no pudieron encontrar resguardo alguno. Alrededor de Ehécatl y Atl solo se observaba una intensa nube de hielo y agua que en un instante se desplomaba sobre el suelo, para fatalidad de Tenoch, Netl y Uzelotl.

El intenso ruido provocado por el granizo al caer sobre el suelo anegado, ceso repentinamente. Ehécatl y Atl temblaban de pies a cabeza, el anterior paisaje verde se había transformado en un paraje de inmensa blancura sobre el cual sobresalían tres enormes manchas intensamente rojas en derredor de los cuerpos amoratados y deformes de Tenoch, Netl y Uzelotl, sus tres grandes amigos. En su mente infantil quedo grabado para siempre la imagen del padre de Tenoch, que habiendo sido avisado por su mujer, acudió al lugar de la tragedia, parándose estupefacto frente al cadáver de su hijo, acariciando con las manos el morral donde transportaba sus alimentos en las jornadas agrícolas, como si a través de esas caricias pudiera encontrar consuelo ante la irreparable perdida de su hijo.

El suave sonido de un caracol saco a Ehécatl de sus recuerdos infantiles; la señal escuchada anunciaba el arribo a la ciudad sagrada de Teotihuacan. Ehécatl, así como los demás guerreros Águila abandono sus cavilaciones y camino decidido por la calzada de la muerte, hasta situarse sobre uno de los costados de la gran pirámide --aquella de los juegos con Uzelotl-- y esperar a que el ejército tlaxcalteca hiciera lo mismo en la gran pirámide destinada a la luna. El escenario estaba listo para la florida, solo faltaba la señal con la cual diera inicio.

Sentado sobre una de las enormes cabezas de serpiente que bordean las escalinatas de la pirámide mayor, Ehécatl observaba en el horizonte la caída del disco solar; en su mente analizaba con vehemencia las diferentes lecciones de guerra que de joven había adquirido en su intensa preparación de guerrero. Recordó que en ciertas prácticas, los guerreros Águila que tenía por maestros esperaban una señal específica en los astros o de la propia naturaleza que significaba el inicio de la contienda.

De Ehécatl dependía en esta ocasión el máximo honor de la batalla, el dar la señal precisa para que el ejército mexica avanzara sobre el tlaxcalteca, en lucha directa, cuerpo a cuerpo, con la ayuda de sus maxtles, flechas y rodelas, y herir o en el mejor de los casos capturar vivos a los adversarios, para que de manera consiente, al sacrificarlos, con su preciosa sangre y sus recuerdos alimenten el espíritu del majestuoso Sol y el cuerpo de la sagrada madre tierra; de la unión madre tierra – padre sol, dependía absolutamente todo lo que poblaba la faz de la tierra, desde la mas delicada y diminuta manifestación de vida, --como esa luciérnaga, pensó Ehécatl-- hasta la mas grande demostración de poder, expresada en las fauces del enorme Popocatépetl con sus intempestivas erupciones.

La luciérnaga que había distraído la atención de Ehécatl en ese momento paso justo frente a sus ojos y por varios segundos, con leves destellos, le delineo su delicado cuerpo, esto atrajo poderosamente la atención de Ehécatl quien con el ajuste involuntario de la visión, fue siguiendo a la luciérnaga que ya se dirigía precisamente hacia donde estaba emplazado el ejército contrario. La vista hacia el insecto empezó a ubicarse en un segundo plano y la mirada de Ehécatl se centro en una intensa neblina que ya empezaba a cubrir en su totalidad al ejército rival.

La neblina, en su avance, cubría repentinamente los destellos que emitían cientos de luciérnagas, quienes después de estar dentro de la niebla salían presurosas a la búsqueda vital de su compañera.

Sin dudar un segundo, Ehécatl se dio cuenta de que ésa era la señal esperada, de inmediato ordeno formar filas e iniciar el ataque para caer por sorpresa sobre sus oponentes, con la protección y complicidad de la densa niebla que ya cubría en su totalidad la calzada de la muerte.

Cerca de dos mil flecheros se alinearon en cinco filas y a una señal dada por su líder Águila soltaron los tensos cabos de ixtle de sus arcos, que impulsaron a gran velocidad miles de flechas con punta de obsidiana, que en su roce con la atmósfera cargada de humedad produjeron agudos e irritantes silbidos.

Mientras tanto, de manera simultánea, cerca de quinientos guerreros mexicas entraron decididos a la neblina en su inevitable encuentro con la vida y la muerte.

La repentina niebla que cubría al ejército tlaxcalteca los sorprendió a tal grado que la mayoría de ellos pasaron de la tensa calma y espera que se manifiesta justo antes del combate, al de la zozobra e incertidumbre, ya que incluso no podrían distinguirse entre si, lo que pondría grandes dificultades a su defensa ante el inminente enfrentamiento con los guerreros enemigos. Un lejano silbido, que en un instante se incremento y se materializo en una intensa lluvia de saetas y piedras se dejo caer sobre ellos, para dejarlos en la mayoría de los casos, lesionados y disminuidos en su defensa ante el arribo de la primera oleada de guerreros del ejército mexica.

En su avance decido y dando intimatorios gritos, Ehécatl comandaba la primera acometida de su ejército; sabia que al ingresar a la espesa neblina encontrarían de frente a sus oponentes quienes sin vacilación alguna les harían frente, lo que se materializó ante sus ojos al empezar a distinguir entre la densa niebla las sombras de varias siluetas, que al avanzar y acercarse empezaron a cobrar forma y color, distinguiendo los altivos penachos garzas de blancas plumas y el rostro decidido de los guerreros enemigos; todos envueltos en un persistente ruido producido por los tambores de guerra de ambos ejércitos.

En una fracción de segundos Ehécatl se abalanzó sobre el líder principal de los guerreros tlaxcaltecas arrojándosele a los pies y tirando de ellos para dejarlo caer de espaldas sobre el suelo húmedo; con sus poderosas piernas se impulso nuevamente para caer sobre su oponente y sujetarlo fuertemente con un intenso y forzado abrazo, del cual intentaba infructuosamente liberarse el guerreo tlaxcalteca; súbitamente de entre la neblina, surgió otro guerrero tlaxcalteca, que decidido avanzo sobre el guerrero Águila trabado en fiera lucha cuerpo a cuerpo, que de momento, por la neblina que les cubría a los contendientes, daba la impresión de ser la disputa de dos enormes aves, que luchando a muerte intentaban imponer su liderazgo y dominio en la piel de la madre Tonantzin.

Ehécatl, al darse cuenta del ingreso al combate del nuevo guerrero, intento infructuosamente ponerse de pie ya que el golpe seco y contundente del maxtle del guerrero recién incorporado a la batalla, lo lanzo de bruces, para sumirlo en una intenso negrura, acompañada de voces y lejanos gritos de guerra.

Sobre la cima de la gran pirámide del sol, un anciano con el pelo blanco en su totalidad, cubierto con una manta vieja y sucia, trataba de distinguir entre la densa niebla que cubría la calzada de la muerte los destellos que producían las luciérnagas en su incesante búsqueda de un compañero, de los destellos que se producían por el choque de las obsidianas atadas a los maxtles en la última guerra del Anáhuac.

Fernando Manrique guardo cuidadosamente en la bolsa de plástico el rollo de papel; en su mirada decidida se notaba un intenso brillo, tomo el último rollo, este del doble del tamaño de los anteriores y empezó a leer.

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