miércoles, 31 de octubre de 2007

El sexto sol

Por Juan Silvestre Lechuga Peña
CAPITULO VII


El Sexto Sol

“tantas ciudades arrasadas, tantas naciones exterminadas,
tantos millones de pueblos pasados a filo de espada,
y la parte más rica y bella del mundo devastada
por el negocio de perlas y pimienta”.

Essaís Montaigne
“Victorias mecánicas “


Zempoallan, México, 11 de marzo de 1520.
De nada sirvieron los tres años que en la Española rogué a Dios nuestro Señor no perder el temple; de que me sirvieron las maldiciones que lance en contra del calor y mosquitos si ahora estoy aquí, donde es la mismísima entrada al infierno. Si no fuera por esta pesada armadura, al menos el calor y el sudor encontrarían salida, se quedan para joderme desde el mismo instante en que me la coloco, pensaba Manuel de Mendoza y Aguilar, sentando sobre uno de los contrafuertes del enorme árbol de la frondosa selva tropical mexicana.

No dejaba de observar atentamente en derredor suyo la impenetrable masa de hojas, piedras y troncos del suelo, tratando de evitar a las insoportables garrapatas y diferentes alimañas que lo atestaban, y que al menor descuido se introducían a través de la armadura para aguijonear sin piedad tan desconocida e indefensa carne blanca.

Hacia diez noches que el ejército español comandado por su capitán general, Fernando Cortés había salido de su real --así le llamaban a las fortalezas que daban seguridad y abrigo al ejército español—de la Villa Rica de la Vera Cruz. Manuel observó de reojo a Alberto de Cáceres, que sin perdida de tiempo, en el descanso ordenado por el capitán Alvarado, intentaba quitarse el pesado peto de hierro que cubría su tórax; su rostro enrojecido y lleno de gotas de sudor expresaban claramente el malestar que sentía al portar tan estorbosa prenda.

Estos indios gozan de una puntería como la del mejor ballestero de Extremadura, le expreso fríamente Manuel, ante su evidente descuido de quitarse la coraza metálica.

Al escucharlo, Alberto volteó hacia donde se encontraba Manuel y con una expresión de molestia extendió los brazos y movió la cabeza de derecha a izquierda, como expresándole con ese movimiento que debería hacer entonces para librarse de ella.

La mitad de nuestra vida esta depositada en ella y la otra en la ballesta, continuo Manuel; Sé que este calor insoportable justificaría el mandarla a volar, pero Alberto, sabéis muy bien lo peligrosos que son los indios, tienen una puntería endemoniada.

Con desagrado, Alberto volvió a colocarse la coraza sentándose malhumorado para después, con un veloz movimiento, sorpresivamente jalar del gatillo de su ballesta, asestando la pesada flecha de hierro en un joven árbol el cual fue partido en dos. El tiro había sido tan rápido y preciso que el árbol antes de caer despedazado experimento un súbito desplome de su frondosa copa, como si desde dentro del árbol se hubiera detonado una fuerte carga explosiva que hiciera volar en añicos miles de astillas que dispersas cayeron al suelo.

¿Y que te parece nuestra puntería?, Comento risueño, Alberto, para de inmediato empezar a girar las manivelas de la ballesta, tensar el cordel de acero y colocar una nueva flecha de hierro para tener lista nuevamente su poderosa arma para otro tiro en prácticamente un parpadeo.

¿En cuanto tiempo recargas?, le pregunto Manuel.

En un respiro, contesto Alberto, quien jalo nuevamente del gatillo dando esta vez en el blanco en un árbol muy distante, que al igual que el primero, cayó hecho pedazos por el brutal ingreso del acero en su tronco. Alberto volvió a cargar la ballesta con un movimiento vertiginoso. Uno de sus pies, que generalmente era el derecho, lo colocaba en la barra de acero dispuesta en la punta de la ballesta, la cual a su vez hacia la función de mira. Inmediatamente después se colocaba la culata en el abdomen, tiraba velozmente de las manivelas que sostenían el cordel de acero que ya tenso era sujetado por una pértiga de metal; después extraía de su espalda a gran velocidad una flecha acerada y la colocaba en la canaleta de la cual habría de ser expelida a formidable velocidad, siempre con funestos resultados para quien tenia la desventura de cruzarse en su trayectoria.

Por un instante en la mente de Manuel pasaron las imágenes del naufragio que precedió su arribo a la Española; por donde escudriñara no encontraba la respuesta a su repentino cambio de conducta ante el peligro que represento el terrible mal tiempo que enfrento en su travesía, y que a la postre lo llevo a tomar el liderazgo de la nave. El prestigio adquirido ante la tripulación de la nave pasó al Capitán Fernando Cortes, precisamente por medio del dueño del hermoso caballo blanco que le acompaño en su travesía y que inteligente Cortes, a través de él se le había acercado para invitarle a navegar y conquistar para su Rey infinitas tierras, y gran fortuna para los cuatrocientos soldados españoles que habían decidido iniciar tan osada aventura.

Sabes una cosa Alberto, he estado pensado fielmente que Dios nuestro señor nos ha puesto en esta prueba, he de confesarte que no menos de una ocasión que viendo las cabezas de nuestros compañeros cercenadas y nuestros caballos muertos y disecados colocados ante los altares de los indios, he pensado que he muerto, y que por mis graves faltas cometidas, que nunca llegaron al homicidio, fui enviado al infierno, como ese que describe el tal Dante, tan luego cruza la puerta de entrada de la caverna.

Sin embargo, al recordar las batallas en las cuales hemos sido apremiados, y que por la gracia de Dios han sido muy pocas, mi enorme fe en el señor Santiago y nuestro Señor Jesucristo, me ha dado la fortaleza necesaria para seguir adelante aun a costa de mi propia vida; Ahora estoy mas confiado por la gran guía que nos ha dado nuestro capitán general y también por los amigos tlaxcaltecas, que según sé, se han dado por vasallos de nuestra cesárea majestad Carlos Quinto; ¡Dios guía nuestro camino, ten confianza y fe en él, Alberto!, Remató Manuel convencido de sus palabras y creencias más profundas.

El lejano sonido de un clarín que se dejo escuchar nítidamente a través del tupido follaje anunciaba la eminente reanudación de la marcha que los llevaría directo hacia la ciudad de Tlaxcala, situada en las tierras altas; que si bien ya eran conocidas no dejaban de dar desasosiego e incertidumbre a la mayoría de los soldados españoles, dada la enorme fiereza con la que solían combatir sus ahora recién aliados.

El ejército español continuo su marcha entre la espesa selva tropical desplazándose en perfecto orden; el silencio tan solo era interrumpido por el relinchar de los caballos que en el frente de la columna avanzaban poderosos, sintiéndose confiados y protegidos por sus inseparables jinetes metálicos, o por los ladridos de los enormes mastines, que sujetos a correas eran conducidos por Manuel de Mendoza y Fernando de Cáceres, naturales del puerto de Cádiz, España.

Lejos de ahí, en la ciudad de Tlaxcala, sujetando fuertemente con las manos los macizos maderos que daban forma a su prisión, Ehécatl esperaba pacientemente su destino final. Tras su captura en la guerra florida y dada su elevada jerarquía militar, los principales señores tlaxcaltecas negociaban su vida por la liberación de sus guerreros, capturados por el ejército mexica, lo que a la postre aplazaría indefinidamente su sacrificio.

Soltando los barrotes y sintiéndose protegido por las sombras de la noche, Ehécatl empezó a remover la tierra justo bajo su viejo petate, extrayendo de ella suavemente y con gran cuidado un viejo morral en el cual escondía el collar de Quetzalcóatl.

Fue una suerte que al caer abatido por el enemigo tlaxcalteca no buscaran en el doble forro de mi rodela y que me hayan dejado la mayoría de mis atavíos de guerra, --pensó Ehécatl optimista-- al menos estoy vivo y resuelto a continuar la misión que me ha sido encomendada, y acarició suavemente los bordes de la sagrada pieza. Solo necesito una oportunidad para escapar, pensó seguro de sí mismo.

Fernando Manrique suspendió por un momento la lectura, con la mano tomo el vaso cristal lleno de agua y de un gran sorbo bebió todo su contenido; ajustándose los anteojos, continuo con la lectura, su reloj marcaba ya la media noche del día 4 de septiembre del 2006; sin cansancio alguno, estaba resuelto a terminar de leer esa noche la historia que el indigente le había puesto en sus manos. Continúo leyendo.

Ciudad de Tlaxcala, 15 de abril de 1520.

La mirada de Manuel de Mendoza fue a posarse en la mujer que frente ha él se escabullía presurosa por una rústica puerta hacia el interior de su morada; al verle, por una extraña razón su corazón empezó a palpitar aceleradamente y la joven mujer al momento de observarle le ofreció una dulce sonrisa lo que le sacudió lo mas profundo de su ser, no así el aterrado niño que de la mano de la bella tlaxcalteca lloriqueaba y tiraba insistentemente de su mano, atemorizado por el extraño animal que sujeto a la mano del soldado español jadeaba ininterrumpidamente, mostrando dos filas de puntiagudos dientes, que en la mente del infante ya se incrustaban dolorosamente entre la carne de sus piernas.

La próxima vez que salga a caminar por la ciudad lo haré sin los perros, así podré acercarme y conocerle, pensó Manuel al observar la inquietud del acompañante de la bella joven.

Se nota que te ha gustado la india, le dijo Alberto, quien a su lado movía rítmicamente su pesada ballesta.

La verdad sí, contestó Manuel; aun y cuando físicamente somos tan diferentes, veme a mí que ya no soy blanco si no rojo y mírala a ella, tan diferente, con su maravillosa piel del color de esta tierra, y se inclino pesadamente generando algunos sonidos propios del roce de los metales de su armadura, para recoger con los dedos cubiertos de callos un pequeño puñado de tierra, mismo que soltó para que el viento dispersara en todas direcciones.

Vaya pues, quien lo iba a pensar, Manuel de Mendoza enamorado como un estúpido, ¿No será que lo único que quieres es cogerte a la india? La cuarentena ha estado de la patada, y no te culpo de tal necesidad, a mí también me ha gustado una india, pero solo para cogérmela, le respondió Alberto con una gran carcajada.

Mirando indiferente a Alberto, Manuel jaló de las correas para que los enormes mastines se aprestaran a la marcha, empezó a caminar tranquilamente por las calles de la ciudad aliada de Tlaxcala, era su tercer paseo vespertino; la gente ya recuperada de la tremenda impresión causada por el ingreso del ejército español a su ciudad, intentaba rehacer su vida cotidiana.

Desde el primer día que decidió salir a pasear a los perros por la ciudad había visto a la hermosa mujer que ahora ocupaba el centro de sus pensamientos, pensaba que de encontrarle nuevamente se acercaría a ella para decirle lo mucho que le atraía, aun cuando por sus diferentes lenguas sería una difícil tarea. Por un momento pensó que podría aprovecharse del ofrecimiento que al capitán general Fernando Cortés le hiciese el señor principal de la ciudad de proporcionarles las mujeres que quisiesen. No, no es la mejor elección, pensó, debo ser sincero y directo, trataré de abordarla en cuanto la vuelva a encontrar por la calle; si no actúo de inmediato, su belleza podría ser descubierta por otro de los soldados españoles y este sí recurrir a la oferta de hacerse de la manera más fácil de una mujer.

Alberto, por favor, apóyate en esos mozalbetes que están ahí, --y le señalo a un grupo de jóvenes indígenas que admirados seguían su marcha por la ciudad, embelesados y aterrados por los majestuosos perros-- voy a caminar un poco por la ciudad, te veré mas tarde en el real, finalizó Manuel, entregándole las correas de los cinco perros a su mando. El Nerón, siempre inquieto, no cesaba de tirar de la cuerda, jadeando siempre, con su impresionante hocico abierto mostrando sus poderosos dientes que aterraban a todos los tlaxcaltecas que se cruzaban por su camino.

No había caminado unos cuantos pasos cuando en la esquina frente a el una mujer daba vuelta y caminaba decidida a su encuentro; a medida que se acercaba los latidos del corazón de Manuel se aceleraron hasta prácticamente dejarle sin aliento. Frente a él, a escasos pasos se encontraba quien desde varios días atrás no dejara de ocupar sus más íntimos pensamientos.

Sin decirle una palabra, la bella mujer empezó a acariciarle la rubia barba para ascender lentamente y tocar con las yemas de los dedos las enrojecidas y cuarteadas mejillas de Manuel, quien observándola directamente a los ojos correspondió así con la misma caricia por el delicado y juvenil rostro de la tlaxcalteca.

Consciente de la barrera del idioma, Manuel le hizo una seña indicándole que caminaran por entre la calle, a lo cual ella se rehusó, dando la espalda a Manuel y tirando de su mano en sentido opuesto al sugerido por él.

Mientras caminaban, la joven le entrego un pedazo de un rustico papel, el cual en dos sencillos dibujos mostraba al parecer su propia imagen entrelazada con las manos de un soldado español y por las sonrisa que en ese momento le ofrecía su inesperada compañera, sabia que se trataba de el mismo. Cuando Manuel se dio cuenta, se encontraba frente a una enorme edificación, que varios soldados tlaxcaltecas custodiaban con gran celo y organización. Pasando de largo continuaron su pasando de largo continuaron su paso hasta bordear por completo la fortaleza, y fueron a sentarse momentáneamente al amparo de un frondoso árbol.

En la penumbra de la noche, Manuel de Mendoza era conducido con un gran sigilo por la bella joven, que con gran rapidez le llevaba por entre las jaulas de madera de la prisión tlaxcalteca.

Cuando la mujer se detuvo en una de las jaulas solo alcanzo a escucharse que decía la palabra culúa, cuando frente a Manuel apareció una imagen que le helo la sangre; de carne y hueso y sin confusión alguna, descubrió la figura del hombre que en sus lejanos sueños de Cádiz le había atacado convertido en una enorme águila humana. Como si lo que estaba ocurriendo fuese un sueño, Manuel distinguió que al lado del guerrero se encontraban varios de sus atavíos de guerra, entre los que destacaban un gran tocado de coloridas plumas un escudo de piel, los que al observarlos le provocaron una mayor angustia y desesperación, al distinguir claramente que los dibujos y extraños símbolos con los que estaban adornados, coincidían con los gravados en su subconsciente y comprender instantáneamente que se trataban de los mismos símbolos que acompañaron su pesadilla en su lejana Cádiz.

Cuando lo vio frente él, Ehécatl, por alguna extraña razón comprendió que el sueño que había tenido en su lejana ciudad de México-Tenochtitlán formaba parte de la misión que le había sido conferida; Sin inmutarse, miró directamente a los ojos a su inesperado visitante así como a su acompañante, que avergonzada inclinaba los ojos ante la gallardía y recia mirada del guerrero Mexica.

Sin pensarlo, confundido y aterrado, Manuel dio media vuelta y a grandes zancadas emprendió su regreso hacia la seguridad de su real, aun cuando pensaba que incluso ni la mayor fortaleza podría impedir que esa noche su mente fuera avasallada por una oleada de sueños y realidades que en ese paseo con la indígena tlaxcalteca, de manera abrupta se le habían manifestado, por un momento se sintió desquiciado.

Tengo que decírselo, es la única manera de que mi mente encuentre reposo, pensaba Manuel revolviéndose en su lecho. Junto a el, a escasos metros su entrañable amigo, Alberto de Cáceres, dormía profundamente, incluso en ese momento sus ronquidos amenazaban con despertar a otros soldados españoles que a pocos metros dormían.

Empezó a mover el cuerpo de Fernando con el propósito de que este volviera de sus profundos sueños, lo cual logro sin mucha insistencia.

¡Que demonios te pasa Manuel, déjame dormir en paz, coño¡

Tengo que contarte algo que me tiene al borde de la locura; Esta noche, ¿recuerdas a la chica de la calle? Le cuestiono Manuel. A lo que Alberto, un poco más tranquilo, afirmo con un leve movimiento de su cabeza.

Manuel le fue narrando todos y cada uno de los detalles de aquel lejano sueño que ahora se le convertía en realidad, justo cuando creía que había encontrado el amor por primera vez en su vida.

Ahora entiendo --interrumpió Alberto, incorporándose un poco de su lecho--, la mujer de la calle es la que te ha trastornado por completo, de seguro te convenció con alguno de sus encantos, dijo.

No Alberto, justo cuando ella me puso frente al guerrero, se inclino, y con un pedazo de madera empezó a elaborar un dibujo con el cual trato de explicarme el porque de su proceder.

¿Y que cosas dibujo?, Pregunto intrigado Alberto.

Al principio no podía distinguir, pero después de algunos trazos el suelo empezó a dar forma a una mujer acompañada de un niño en brazos; después, frente a esta imagen dibujo una línea recta y del otro lado de la línea dibujo a un hombre encerrado en una jaula.

Alberto, mi deber es liberar a ese indio, deberías haberle visto, no es posible que un cristiano, alguien que tiene una confianza ciega en la misericordia de nuestro señor Jesucristo permita mantener preso aun ser humano en esas condiciones, aun con las varias heridas y muertes que nos han infringido. Alberto, por favor ayúdame a lograr su liberación, y te lo ruego me ayudes esta misma noche, de lo contrario, dudo mucho que el día de mañana amanezca en pleno uso de mis facultades mentales, lo que me esta sucediendo rebasa cualquier razonamiento.

¿Y tienes algún plan para ello?, le cuestionó.

Si, y los perros nos van a ser de gran ayuda, de algo ha de servir el pavor que les tienen los indios, lo verás, concluyó Manuel muy inquieto.

Manos a la obra apresuro Alberto, quien con ágiles movimientos desato las correas de cada uno de los perros, que alegres emprendieron presurosos su inesperada salida del real.

Al llegar a la entrada de la cárcel tlaxcalteca, Alberto de Cáceres soltó a los enormes mastines de sus correas quienes en ausencia de las órdenes que solían dar sus amos antes de iniciar el ataque a los indios, se esparcieron juguetones frente a los guardias que se apostaban en la entrada principal de la cárcel, lo que su atención y los hizo arremolinarse junto a ellos, ante la complaciente sonrisa de Alberto.

Dentro de la prisión, una sombra furtiva se desplazaba ágilmente por entre las jaulas de madera, la ausencia de vigilancia por el espectáculo que Alberto daba en la entrada de la prisión daba a Manuel todas las ventajas para tener éxito en su aventura nocturna.

Al llegar a la jaula indicada, sin vacilación alguna Manuel extrajo de sus ropas la Ballesta de Alberto, para de un tiro derribar cinco maderos en línea, que generosos dieron a Ehécatl la tan esperada libertad.

Al momento de cruzar el umbral de su prisión, Ehécatl toco con su mano derecha el hombro de Manuel como un gesto de agradecimiento, a lo cual Manuel tan solo respondió: ¡Estas libre, anda, regresa con los tuyos¡ y Manuel se retiro rápidamente del lugar.

En la puerta de la entrada de la prisión, desviando la mirada de los aterradores perros, un soldado Tlaxcalteca apenas distinguió entre la oscuridad de la noche, dos sombras que en direcciones opuestas se desvanecían para no verse más.

Real de Tacuba, México,1 de agosto de 1521.

Manuel y Alberto junto con otros soldados españoles tenían la encomienda de permanecer en el real establecido en Tacuba hasta en tanto no llegaran algunos pertrechos de guerra, --pólvora, mechas, balas de hierro, chicas y grandes, flechas de acero para los ballesteros, además de alimentos, estaban cansados de comer tan solo tortillas y tunas-- que habrían de necesitar ante la convocatoria del capitán de general Don Fernando Cortés de arremeter con la ayuda de sus aliados, contra los mexicanos, en un intenso y devastador ataque por agua y tierra, y ganarles la plaza de Tlatelolco, desde la cual seria ya muy fácil controlar a los aguerridos mexicanos, que jamás se negaban a pelear y se lanzaban a la lucha sin vacilación alguna.

Por la mente de Manuel -- quién en esos momentos se aprestaba a ponerse su pesada coraza de hierro -- pasaban los mas recientes acontecimientos; estaba exhausto de pelear contra los mexicanos, rellenar zanjas de agua en las calzadas con los adobes y madera de las casas que les iban ganando, y aparentar retraerse a su real para arremeter sorpresivamente con los de a caballo y gran cantidad de sus aliados y hacerles enormes daños, y causarles cuantiosas muertes.

Día a día, uno a uno, sin falta, habían sentido las recias arremetidas y esforzadas peleas que les daban, y ahora, al verse al espejo, con el rostro desfigurado por tres terribles hinchazones, recordó con escalofrío y verdadero terror la lluvia de piedras que les habían propinado los mexicanos, de las cuales, al menos tres le dieron directamente en el rostro y milagrosamente no le causaron la muerte. Manuel, llevándose el índice a la cara, le dijo a Alberto:

Esto que vez y que no me causo la muerte, -- apenas se le entendían sus palabras por lo cerrado de su boca, producto de una de las pedradas -- se debe a la enorme gracia e infinita bondad de nuestro señor Jesucristo. Y sabes algo Alberto, no quiero morir y que mi cabeza la separen de mi cuerpo, no quiero morir haya arriba, -- le señalo hacia los enormes adoratorios de los mexicanos -- por eso, he de poner mi vida entera en la batalla, aunque te diré, eso de ir dentro de un bergantín, como que no me convence mucho.

Tienes suerte de que te hayan enviado al bergantín le contestó Alberto, a nosotros en la calzada nos han hecho muchas bajas, sobre todo de nuestros aliados, pero mírame nada mas como estoy, -- y se giro sobre si mismo para mostrarle una impresionante herida sobre su hombro izquierdo, de la cual en eso momento salía un ligero hilillo de sangre -- y te juro por Dios nuestro señor, que si no fuera por el, que me ha socorrido tantas veces, ya habría perdido la vida; ¡Jamás pensé que los mexicanos estuvieran tan resueltos a morir¡ Cuando los veo venir nunca se detienen, aun cuando mis flechas ensartan hasta tres de ellos, de inmediato esos huecos se vuelven a llenar con otros tantos que aparte de las piedras que ya has probado, nos lanzan cientos de flechas, como enjambres, ¡Mira como me han puesto!, exclamó. Solo Dios nos acompaña Manuel, en este momento, solo Dios es nuestra guía, sentenció.

Acercándose, Manuel observo directamente a los ojos de Alberto y le dijo con suavidad pero con gran convicción; ¡Es por Dios nuestro señor que debemos luchar hasta el final, el nos guía en esta guerra¡. ¡Somos una Compañía Sagrada¡, y le hizo voltear hacia el resto de los soldados españoles, que en iguales condiciones físicas, les respondieron tan solo con una leve sonrisa, sonrisa de complicidad, ante la reciente denominación de su compañía militar y de fe.

Hacia ya varios días y sus noches que ininterrumpidamente los mexicanos los atacaban sin descanso, sin embargo, empezaban a sentir que la victoria estaba cerca, ya que en poco tiempo se habrían de dejar sentir sobre la ciudad de México-Tenochtitlán los estragos de la falta de agua dulce, ya que se había destruido su principal abastecimiento en el cerro de Chapultepec.

Sin decir una palabra, ambos soldados españoles salieron de la protección de su real, encomendaron su alma a Dios y fueron resueltos a recuperar el puente que por la noche sabían, los mexicanos habían destruido, e incluso, el canal de agua, lo habían hecho mas ancho y profundo.

En el extremo opuesto al Real de Tacuba, en la ciudad sagrada de Huapalcalco, Ehécatl ascendía con gran reverencia las escaleras de la gran pirámide. Después de su sorpresiva liberación había llegado a su vivienda para encontrarse con Xochitl, su adorada compañera, quien ya contaba con un pequeño hijo, el cual le había embelesado; tan solo fue sacado de ese dulce trance cuando una voz interior le demando la imperiosa necesidad de cumplir cuanto antes, con su sagrada misión; Depositar en el macizo de rocas que frente a él se levantaba el collar genuino de Quetzalcóatl.

Su vista recorrió lentamente el muro de piedra en el cual habría de depositar la preciada joya; Recordaba que el guardián le había indicado que de encontrarse de espaldas al sagrado corazón de piedra - - se trataba de una enorme piedra labrada con la forma de un corazón humano -- el lugar preciso se localizaría justo frente ha él, a la derecha; solo que, por ningún lugar, avizoraba la señal indicada.

Su frustrada búsqueda se vio recompensada cuando de repente y gracias a la sombra que proyecto una nube que en ese momento cruzaba sobre el macizo de piedra, pudo distinguir dos colosales cabezas de Atlantes, iguales a las que el propio Quetzalcóatl había construido en la cercana ciudad de Tula; era precisamente ese el lugar señalado por el guardián. Ahora lo único que tendría que hacer era escalar no sin enormes riesgos la elevada y recta pared de piedra que frente a él se levantaba imponente.

Antes de iniciar el ascenso, Ehécatl giro sobre sí mismo para observar directamente hacia donde se ponía el Sol; Sus ojos, extrañamente no sufrieron de ceguera por el resplandor del astro sino que por el contrario pudo observarlo sin molestia alguna; distinguió claramente que en su centro un enorme remolino giraba vertiginosamente, lo que por un momento le hizo perder ligeramente el equilibrio. Ehécatl, con el rostro lleno de lágrimas exclamó:

!Por que nos han abandonado¡.

!Huitzilopchtli¡ por que te has ido y nos has dejado huérfanos en este enorme dolor.

!Mira cuantos niños, cuantos hombres, cuantas mujeres muertas¡. Y ahora esperamos resignadamente la muerte de nuestros hijos en manos del hambre y sed. ! Que gran crueldad, jamás ha existido un pueblo que sufriera tanto y por tanto tiempo.

¡Dioses¡ no nos dejen morir de hambre y sed.

Desde su interior sonó una poderosa voz que le dijo.

¡En el Sexto Sol renacerá el espíritu de los mexicanos¡.

Saliendo de su inesperado trance, Ehécatl continúo su ascenso hacia el lugar predestinado; al llegar justo al sitio donde existía una gran abertura entre las rocas, sin vacilación alguna, lanzo el collar de Quetzalcóatl; en su interior, el único sentimiento que albergaba Ehécatl era de enorme tristeza y abandono, sabía en pocas palabras que sus dioses habían sido derrotados.

Tengo que regresar cuanto antes a México-Tenochtitlán, los invasores día a día penetran cada vez más en las fortificaciones cercanas a la gran plaza. Tenemos que prepararnos para dar la ultima pelea y vencer o morir. Tenemos que fortalecer aun más la resistencia, los teules dominan el trueno, y junto con sus dardos de hierro los hacen enemigos prácticamente invencibles, pensó Ehécatl sombríamente.

Muy cerca de la plaza de Tlatelolco, México.13 agosto de 1521.

La mirada embelesada de Manuel de Mendoza, seguía paso a paso la impresionante figura del capitán general Fernando Cortés quien ya repuesto de sus heridas que le habían infringido los fieros guerreros aztecas, se detenía justo en el centro del semicírculo formado por los soldados del ejército español. Observando fijamente a cada uno de sus soldados y dirigiendo su mirada directamente a los ojos, Fernando Cortés llamaba por su nombre de pila a todos los ahí reunidos. Hablaba prácticamente a gritos, dado el incesante sonido de tambores y gritos de guerra de los mexicanos, que ininterrumpidamente de día y noche se escuchaban y que los habían prácticamente enloquecido.

Cuando termino de nombrar al último de sus soldados, haciendo una onda respiración, exclamó:

A ustedes, soldados de su majestad y siervos de nuestro señor Jesucristo, les es razón de que por todos los medios hemos tratado de terminar con esta cruel guerra, he mandado cientos de mensajes a estos esforzados guerreros mexicanos para frenar esta matanza y por respuesta hemos encontrado una lluvia de piedras y flechas. Los mexicanos están resueltos a morir peleando y nosotros los soldados de Dios nuestro señor luego entonces pelearemos y no dejaremos uno solo de ellos vivo, y los que no perezcan serán convertidos a la fe cristiana, que es la única que debe prevalecer por estas tierras.

Pido a cada uno de ustedes un gran esfuerzo, aún más de los que han demostrado, para que con su sangre ayuden a la conquista de este reino y poner fin a la terrible agonía de nuestro formidable y valiente adversario; ¡Ir con dios y con sus almas, adelante sobre la gran Tenochtitlán¡.

Por la frente de Manuel de Mendoza escurrían persistentes gotas de sudor que una vez que caían al interior de la armadura y fuera de su alcance, se deslizaban copiosas sobre el dorso y posteriormente las piernas, lo que le provocaba una intensa comezón, hasta salir y empapar sus alpargatas llenas de lodo. El calor era insoportable, aun cuando apenas empezaba a salir el sol, justo por el sitio donde se erguían los enormes volcanes que el y otros soldados escalaron en su primer ingreso a la ciudad de México-Tenochtitlán. Por la mente de Manuel empezaron a deslizarse las imágenes que en su ascenso a las colosales montañas había observado; Recordaba que aún con la bruma de ese día se distinguía por completo la formidable ciudad flotante; Vio claramente sus alineadas calzadas que desde el centro de la ciudad se lanzaban hacia los cuatro puntos cardinales para desembocar en tierra firme y conectarse con otras grandes poblaciones que la circundaban. Al enorme lago, por alguna extraña razón le había encontrado similitud con la bahía de su querida Cádiz, donde se embarco en esa terrible aventura.

Ahora, con los latidos de su corazón incrementándose cada vez más, por la cercanía a la zona donde sabía encontraría una gran batalla, Manuel de Mendoza caminaba con extremo sigilo y cautela, tan solo frente ha él iba otro soldado con una enorme ballesta lista para ser disparada, Alberto de Cáceres; el resto de la compañía estaba compuesta por diez arcabuceros, diez ballesteros y quince remeros todos ellos armados con arcabuces y ballestas. La misión en ese momento consistía en cruzar un trecho de agua que con tres metros de profundidad impedía el avance del resto de ejército español y sus aliados, especialmente de los caballos, y rellenarlo con los escombros de las casa derruidas a cañonazos y los restos humeantes de las pertenencias de los mexicanos; todo ello iba a para al agua, era de vital importancia el segar por completo las avenidas.

La calzada estaba llena de cadáveres de guerreros mexicanos en su mayoría y de algunos tlaxcaltecas, aliados de los españoles; De reojo, Manuel observo indiferente como un integrante del ejército español de un tirón arrancaba el arete de oro que pendía de un cadáver boquiabierto, podrido e hinchado. Pudo observar también que recargados sobre la pared ennegrecida por el humo, estaban varios cadáveres de aztecas calcinados, sus posiciones grotescas como si estuvieran contemplando impasibles el avance de la compañía española daba un aire surrealista y siniestro a la ya de por sí agobiada mente de Manuel.

Como pudo, sobre los pestilentes cadáveres que se hallaban por doquier, se fue acercando a tan escalofriante escena, al estar frente a ellos pudo comprender como fueros los últimos momentos de su existencia; Por lo que veía, esos guerreros mexicas habían ido en fila caminando replegados sobre el muro, cuando fueron sorprendidos por el tiro de una certero cañonazo de su compañía; La pared aún conservaba restos de la masa encefálica de uno de ellos que esparcida salpicaba una gran parte de la pared. Del poderoso cañonazo se había generado un incendio que a la postre calcinaría los cuerpos ahí tendidos. Con paso tembloroso regreso hacia el resto de su compañía que ya adelantada, intentaban llegar nadando --entre los que nadaban se encontraba Alberto de Cáceres-- al otro lado de canal de agua, donde ya se acercaban furiosos varios mexicanos que dando grandes gritos arremetían decididos a impedir el paso de la “sagrada compañía”.

Con un intenso dolor en el hombro derecho producto de la herida aún abierta que un mexicano le propino en su anterior combate, Alberto de Cáceres avanzaba centímetro a centímetro por las nauseabundas aguas que lo separaban de la orilla. Con el alma estrujada y confundida por el terror y el miedo en franca competencia con la entereza y el valor, avanzaba apartando con la mano herida -- dado que la otra la ocupaba en mantenerse a flote y avanzar-- los cientos de cadáveres que también por el agua se esparcían hasta fundirse con el nublado horizonte; había niños, mujeres y ancianos por doquier, mutilados, asaeteados, quemados.

Muy cerca de la orilla, el cadáver de una mujer joven, flotaba libremente al compás del movimiento del agua, estaba justo en el lugar por el que precisamente tenia que llegar a la otra orilla, por lo que estirando su brazo herido la tomo de sus sueltos y desparramados cabellos para jalarla y colocarla en otro lugar donde no distrajese al resto de la compañía cuando esta pasase, por mas acostumbrados que estaban a escenas de muerte y destrucción se sensibilizaban y deprimían.

Conforme el cadáver flotante se acercaba, Alberto empezó a distinguir un pequeño objeto entre sus rígidos y amoratados brazos, lo que a la postre resulto ser un pequeño niño, que abrazado a la mujer, también había perecido; la escena le provocó una enorme tristeza, sentimiento que de inmediato se transformo en una intensa rabia, dado que en la orilla, varios guerreros mexicanos, desafiantes, les mostraban las cabezas cercenadas de varios de los soldados españoles que en batallas anteriores habían caído en sus manos; Veía que los guerreros blandían decididos sus lanzas y garrotes de piedras, dispuestos a morir en la pelea.

Delante de él, a escasos metros, se encontraba la ansiada orilla, que de ganarla permitiría sin obstáculo alguno el acceso del resto de los soldados españoles, que en cerrada y compacta formación de guerra, ya esperaban con dos poderosos cañones en primera línea, justo a sus espaldas, la ansiada señal para disparar.

No se como podré subir a la orilla siendo que esta atestada de enemigos, pensó Alberto, al observar a cientos de guerreros mexicas lanzar una lluvia piedras y flechas a los inesperados intrusos acuáticos.

Alberto, justo antes de sumergirse un poco en el agua y evitar tan mortíferos artefactos, escucho un gran estruendo que pareció como si el cielo se resquebrajara y desplomara instantáneamente sobre los mexicanos; las balas de cañón dieron justo en el frente de ellos quienes volaron por el aire hechos pedazos, incluso varios de los restos fueron a caer justo donde Alberto y otros cuatro ballesteros intentaban asirse a la tierra para empezar a luchar cuerpo a cuerpo con los mexicanos que aturdidos y heridos no sabían como reorganizar la defensa.

Aun no salían del estupor del repentino disparo, cuando una lluvia de dardos de metal empezó a caer sobre ellos; las flechas de acero de los ballesteros se incrustaban sin piedad en sus rostros, pechos, brazos, piernas, o simplemente los dardos, después de atravesarlos, iban a clavarse en las maderas humeantes que colgaban de paredes aún más ennegrecidas por el generalizado incendio que ese día cubría la otrora esplendorosa ciudad de México-Tenochtitlán.

A medida que el ejército español avanzaba sobre la calzada defendida por los mexicanos, otros soldados españoles dirigían el relleno de la acequia con la ayuda de cientos de aliados tlaxcaltecas, incluso en su desesperado intento por ganar ese paso, empezaron a arrojar los cadáveres que se encontraban mas cercanos, quienes en una mezcla de adobes quemados y maderas humeantes empezaron a cubrir el foso de agua que separaba al ejército español del ultimo reducto de la gran Tenochtitlán, en la cual, lo que quedaba del otrora poderoso ejército mexica, esperaba determinado morir en la batalla antes de someterse a la voluntad de Dioses ajenos y desconocidos.

Cuando termino de rellenarse el paso, un grupo de quince jinetes cruzo velozmente con las espadas desenvainadas arremetiendo sin piedad sobre las primeras filas de la defensa mexica, que ya preparados, levantaron enormes lanzas, con las cuales causaron graves heridas a los caballos, que briosos, empujaban hacia delante, por la incesante e imperativa orden que recibían de sus osados jinetes metálicos.

A medida que los caballos hacían grandes huecos en las defensas mexicas, estos se rellenaban casi de inmediato por otros guerreros mexicanos que con la misma entereza y valor y sobre todo determinación, atacaban incluso ahora con las propias ballestas que minutos antes habían arrebatado a otros españoles caídos en la batalla.

Alberto de Cáceres, situado ya sobre las ruinas de uno de los templos destruidos, jalaba incesantemente del gatillo de su ballesta, asestando con perfecta puntería cada uno de sus tiros en el cuerpo cobrizo de los guerreros mexicanos; la protección que le daba la armadura de metal, por primera vez la apreciaba, ya que al menos siete flechas dirigidas a él con certero tino se habían estrellado en la impenetrable fortaleza metálica que le protegía.

Observaba directamente que el sitio en disputa era estratégico ya que por donde se observara no existían ya barreras físicas que impidieran dar con lo último de la clase dirigente azteca, que una vez rendida daría fin a esa interminable y espantosa guerra. Podía ver que los pocos guerreros del ejército mexica que aun permanecían vivos, caminaban sobre un terreno desprovisto de vegetación alguna y sembrado de cadáveres; otros, las gentes del pueblo, tambaleantes, escuálidas y débiles, tan solo alcanzaban a incorporarse brevemente para caer desfallecidos ante la inclemente ausencia de alimentos y la ardiente sed.

Era preciso que Alberto y el resto de los ballesteros y arcabuceros tomaran posesión de esas, al parecer las últimas edificaciones, por lo que empezaron a ascender por los escombros que rodeaban la derruida pared.

El ejército mexica, al darse cuenta de que los invasores ya se asomaban a escasos metros por sobre los techos de las pocas casas aun en pie, y desde ahí lanzaban grandes andanadas de fuego y tiros de ballesta, decidieron hacerles frente directamente. Por sus atuendos se distinguía que se trataba de la elite de los guerreros Águila, entre los cuales, con la mirada fija en los enemigos se encontraba Atl, decidido a dar su vida antes de que los invasores capturaran a su último emperador, Cuauhtémoc, el Águila que cae.

De lejos, Manuel de Mendoza observaba como dos enormes hileras de humo ascendían desafiantes hacia el cielo de la ciudad de México-Tenochtitlán que ya empezaba a poblarse de ennegrecidas nubes. Frente a él, en el canal, atado con grandes cadenas se bamboleaba el bergantín en el que habrían de atacar hacia el interior de la ciudad, según indicaciones de su capitán general. Las aguas que constantemente golpeaban a la embarcación, al igual que en tierra, estaban llenas de cadáveres; del color verde azulado que tenía el agua en su primera incursión a la ciudad, ahora estaba tinta de sangre y pestilente por la enorme cantidad de cuerpos en avanzado estado de descomposición. Pensó en su entrañable amigo Alberto, --que a lo lejos sabía, combatía fieramente como era su costumbre desde que arribo a esas lejanas tierras-- deseaba que saliera sano y salvo, no en vano ahora estaban ahí presenciando lo que prácticamente auguraban como el fin de la guerra; de lo contrario, difícilmente podrían resistir mas, dado el extremo agotamiento físico y mental de la mayoría de los soldados españoles.

Pensó en la madre de Alberto y en la suya propia, de las cuales hacia cercano a los dos años que no sabían absolutamente nada; tan solo deseaba que por alguna fuerza piadosa supieran que aun estaban vivos y que habrían de regresar para estrecharlas infinitamente para aliviar un poco así el enorme dolor y sufrimiento que sus ojos habían visto desde que emprendieron decididos la conquista de ese vasto imperio.

Dio la orden de abordar la nave, en pocos minutos estaba lista para lanzarse sobre el borde de la ciudad, tenían que penetrar lo más posible al interior y capturar de ser posible vivo al último emperador azteca.

Mientras tanto, en la plaza de Tlatelolco, Alberto de Cáceres observaba emocionado el avance decidido de los formidables guerreros mexicas, que ataviados orgullosamente con sus penachos de plumas y tocados de Jaguar y Águila, se acercaban lanzando una enorme cantidad de lanzas que nunca alcanzaban su cometido, ya que era imposible que penetraran la gruesa coraza de metal que protegía los órganos vitales de los soldados españoles. Esta ventaja permitió a Alberto atravesar con certeros tiros de su ballesta, a mas de quince guerreros; algunos de ellos, desesperados en el suelo intentaban sacarse el dardo de metal incrustado; algunos lo lograban y continuaban su avance, solo caían definitivamente cuando otro certero tiro, esta vez realizado por los arcabuceros, instantáneamente los privaba de la vida.

Esta era la escena que ya tenia varios minutos se repetía frente a los ojos de Alberto, quien en extremo agotado, no sabia ya como mantener ese ritmo de tiros de su ballesta sin antes caer desfallecido, y ser capturado por los mexicanos, que muy cercanos no cesaban de avanzar para enfrentarles.

Desde que lo observo por encima de los techos, Atl comprendió que ese soldado invasor era el que mayores daños les estaba ocasionando con sus repetidos y certeros tiros de ballesta. Cuando en su cercanía con la línea de ataque del ejército español lo distinguió entre el resto de los soldados, se dejo ir en su contra, con el único propósito de capturar vivo a tan poderoso soldado y ofrecerlo en sacrificio a sus ya de por sí agobiados Dioses tutelares.

Unos, dos, tres, repitió mentalmente Alberto para jalar del gatillo de su ballesta con las pocas fuerzas que le quedaban; el dardo, sin que viajara mas de lo que un brazo tiene de largo se incrusto secamente en el vulnerable pecho de Atl, quien sobrecogido por el brutal impacto, tan solo alcanzo a tambalearse frente a Alberto y caer de bruces a su lado sin hálito de vida alguno. Alberto, quien había esquivado el cuerpo en su caída, trataba de volverse sobre sí mismo, cuando de frente, otro guerrero mexica le incrustaba una lanza de madera que le atravesó por completo el cuello, saliéndole justo en la base de la cabeza y el inicio de la espalda; de inmediato, el suelo donde estaba parado empezó a teñirse de abundante sangre, que ante sus atónitos y aterrados ojos salía cada vez mas con mayor fuerza, lo cual le impedía respirar con normalidad; su corazón al principio acelerado, empezó a entrar en un suave ritmo, que lentamente fue disminuyendo hasta lograr detener por completo la respiración y la vida de Alberto de Cáceres, natural del puerto de Cádiz, España e integrante de la sagrada compañía.

Cuando el soldado se acerco a observar lo que quedaba de la ultima defensa en tierra del ejército mexica, pudo distinguir como en el campo de batalla tan solo yacía muerto uno solo de los soldados españoles, por el contrario, el ejército rival había sido aniquilado por completo. Cuando vio a su compatriota tendido con la garganta destrozada por la lanza de madera, sintió una enorme compasión de él, pensó en la infinita bondad de Jesucristo al no permitir a la madre de ese soldado, si viviese, verle en esas condiciones. El soldado continuo avanzando, sabía que debía encontrarse al interior de esa la última plaza con el resto del ejército español. La ciudad estaba siendo ya atacada por los doce bergantines que por todos los puntos cardinales arremetían con gran éxito en las últimas fortalezas mexicanas.

Ciudad de México-Tenochtitlán, 13 de agosto de 1521.

Ellos están por llegar, si no es por la tierra lo será por el agua; estamos presenciando con infinito asombro y dolor como nuestro mundo, nuestros Dioses y nuestros seres queridos se desploman ante valentía, astucia y fiereza de nuestros enemigos y sus aliados; y lo que resta mi adorada Xochitl es defender con el último aliento al menos, esta nuestra casa. Nuestros Dioses, Huitzilopochtli, el guerrero solar, Tezcatlipoca sembrador de guerras y discordias y Tlaloc, nuestra maravillosa tierra, se han marchado. Quetzalcóatl, el flechador nocturno ha regresado para tomar venganza de Tezcatlipoca, el que le puso varios embustes y corrió en su balsa de serpientes. Ha regresado y viene acompañado de un nuevo ejército, es el ejército del sexto sol, el quinto sol ya no cabe, ya no existe. Tras el ejército invasor solo queda el campo lleno de cadáveres de todos aquellos a quienes conocíamos y queríamos, expreso secamente Ehécatl.

La tradicional ceremonia y tarea de enterrar a sus muertos había sido detenida por completo, el asedio constante y la incesante lucha la habían imposibilitado, lo que hacia que cientos de cadáveres se pudrieran bajo el intenso sol, lo que generaba un intenso hedor que incluso había hecho retroceder a la vanguardia del ejército enemigo.

Con los ojos secos, escuálida y débil, Xochitl tan solo alcanzo a preguntar, ¿y que hay de tu viaje a Huapalcalco, parece que ni ello nos ayuda, verdad?, concluyo esbozándole una débil sonrisa.

Sabes, contestó Ehécatl, creo que el haber arrojado el collar en ese sitio fue como poner un punto final a este nuestro quinto sol, solo vasta interpretar todos y cada unos de los designios observados en el cielo, --le recordó la presencia del cometa y temblores inusuales en la tierra-- para saber que este nuestro quinto sol de movimiento haya concluido y nosotros hemos de entenderlo con la sabiduría y claridad como lo entienden los nobles ancianos, como lo han expresado nuestros Dioses y designios con el fuego desafiante en el cielo y ahora rodeando y consumiendo nuestros mas preciados recuerdos. Los extraños venidos del mar profundo son los emisarios del Sexto Sol, que ahora no solo cobro las víctimas que noblemente le ofrecimos en sacrificio, sino que se ha llevado a todo este valiente pueblo. El nacimiento del sexto sol ha sido muy doloroso y quienes sobrevivan habrán de ajustarse a los nuevos tiempos venideros llenos de incertidumbre y zozobra, pero al final Xochitl, creo que seremos nuevamente a la vuelta de las ataduras de los años, un pueblo elegido para acompañar en su trayecto a este nuevo sol, aprenderemos a venerarlo en el futuro tanto como ahora le veneramos; ¡que jamás se dibujen en el rostro de nuestros niños las muecas del terror, y el hambre y sed como lo hemos visto en cada calle y en cada casa de nuestro pueblo!, remató Ehécatl y levantó la vista para recorrer lentamente el escenario que se presentaba frente a el.

A través de la pequeña ventana, las pocas edificaciones que aun estaban en pie, lanzaban enormes llamas por todos lados que se elevaban y giraban en remolino sobre sus techos. El reflejo del resplandor que producían las llamas era duplicado en la superficie del agua, que al iluminarse dejaba ver una serie de montículos flotantes que Ehécatl sabia eran cuerpos de hombres, mujeres, niños y ancianos muertos en ese nacimiento del sexto sol.

Observando tiernamente a los ojos de Xochitl, le dijo: ¿Esta dispuesta mí adorada compañera a dar su divina sangre a este nuevo sol que en la tragedia se avizora?

Estoy lista para ayudarle en su caída diaria mi Señor, estoy lista, dijo tranquilamente Xochitl, tratando de mantenerse en pie debido a su extrema debilidad y su avanzado de gravidez.

Se acerco a ella y la abrazo con tal intensidad que por un momento pensó en que podía dañarle físicamente, lo que ella negó sutilmente con la cabeza y fue a colocarla nuevamente entre su pecho y aferrarse a el, como si algo o alguien tratara de arrebatárselo definitivamente. Le tenía un enorme temor a la soledad, mas aún, todos y cada unos de los integrantes de su otrora numerosa familia había muerto, luchando decidida y diariamente, defendiendo su sagrada ciudad de los invasores venidos del mar.

Ehécatl le aparto suavemente y se agacho para levantar la ballesta que había logrado conservar cuando en una de las batallas en tierra con los extranjeros, en la que les habían hecho gran daño, le había encontrado con todo y sus flechas.

No fue difícil que Ehécatl descubriera la naturaleza de su mecanismo, y al comprenderlo, rápidamente convocó aun gran número de rebeldes para que de inmediato se tratara de imitar dicha arma y duplicarle con los últimos materiales disponibles en la toda vía sitiada ciudad de México-Tenochtitlán.

Ehécatl comprendía la gravedad de la situación por la que estaban atravesando. Los mexicas que aún mantenían sus casas intactas, dormían y vivían en sus techos esperando pacientemente el arribo de los invasores, dispuestos a dar su sangre por defender ese ultimo paso que conducía directo al joven emperador, al cual se habían unido numerosos niños huérfanos, mujeres y nobles ancianos, tratando de salvarse de esa catástrofe cósmica.

Los pequeños puentes levadizos que en el pasado servían para comunicarse entre casas y calzadas ahora estaban levantados, e incluso, algunos habían desaparecido para obligar así a sus invasores a utilizar el agua como único recurso ante el inminente encuentro.

Al interior de su hogar, Ehécatl guardaba con gran rapidez diversas provisiones y algunos enceres domésticos con los que habrían de partir con la ayuda de sus canoas hacia tierra firme; intentarían, al igual que el emperador y quienes le acompañaban, subir hacia los montes de Tlaloc y dispersarse por los cuatro vientos para hacer mas difícil su captura por parte de los guerreros tlaxcaltecas, que enfurecidos y armados esperaban bordeando la gran laguna, el éxodo azteca. Los tantos años de humillación y privaciones a los que les habían tenido sometidos llegaban ahora a su término.

Con sumo sigilo, Ehécatl tomo las provisiones y suavemente empezó a empujar la gruesa puerta de madera y tener acceso a la canoa que afuera se balanceaba lentamente al compás de los vaivenes del agua.

Lan luz del exterior empezó a filtrarse al interior de la vivienda iluminándola con gran resplandor, la intromisión repentina del haz de luz, hizo ver a Xochitl rodeada de un intenso resplandor, lo que por un momento infundió gran temor a Ehécatl. Lo que tenía frente así eran las voraces tzitzimemes, mujeres siniestras caídas de los cielos que acudían puntuales a recoger las almas de todos esos huérfanos cósmicos, a quienes tarde o temprano se llevarían por la parte más oscura del horizonte.

Con un brusco movimiento abrió la totalidad de la puerta y vio con enorme asombro como, a lo lejos, sobre la superficie del lago, una gran cantidad de canoas enemigas se dirigían directo hacia ellos, observaba como al centro de la mancha bélica se desplazaban también, para mayor asombro de Ehécatl, dos enormes casas flotantes que a lo lejos veía, lanzaban fuego y trueno haciendo gran daño a los últimos miembros del ejercito azteca que en esos momentos se enfrentaba a numerosas canos tlaxcaltecas, solo para mas adelante volar hechos pedazos por el aire ante los certeros tiros de fuego que los alcanzaban y destruían sin misericordia alguna.

De inmediato, Ehécatl le ordeno a Xochitl que subiera a la canoa y se dirigiera con la poca fuerza que le quedaba hacia el refugio general, el mismo donde se encontraba el joven emperador y le entregara el burdo dibujo que representaba la escena que en esos momentos presenciaban. Al momento de ayudarle a subir a la canoa le dijo que personalmente le entregara el dibujo al emperador y que inmediatamente se pusiera a remar hasta que llegara a la orilla, siempre y cuando divisara que esta estuviese libre de enemigos.

Cuando termino de darle las ultimas indicaciones, sin previo aviso le dio un fuerte empujón a la canoa para solo ver alejarse a Xochitl con el rostro lleno de gruesas lagrimas, que copiosas corrían por sus mejillas cobrizas y secas; la otrora delicada y bella figura de Xochitl ahora se reducía a un costal de huesos rematado con un rostro demacrado y enjuto.

Los profundos e intensos latidos de su corazón hacían que pareciera que funcionaran como la señal precisa para que cada uno de los cuatro cañones que llevaban en cubierta lanzara su fuego con gran estruendo, repetida e insistentemente hacia el gran número de canoas del ejército azteca que decididas acometían por los cuatro puntos cardinales, tratando de detener el avance de esa poderosa flota invasora.

Tomo aire con gran esfuerzo y lo retuvo un instante como tratando con esta practica disminuir su acelerado pulso que a momentos lo hacia sentirse desfallecer. Sabia que adelante estaba la ultima batalla y que de llegar al triunfo acabaría esa ya de por si muy mortífera guerra; Manuel de Mendoza sentía en carne propia el rigor de la misma; su cabeza enrojecida e hinchada producto de la infección de las heridas propiciadas por las pedradas de los mexicanos. Con su mente febril observaba como se acercaban cada vez mas las canoas enemigas y como de manera asombrosa el tamaño y el peso de los bergantines partían literalmente en dos a las canoas mexicas que se atravesaban por su camino. Giro para observar como todos y cada unos de los quince tripulantes de ese bergantín trabajaban febrilmente cargando los arcabuces, ballestas y cañones de manera incansable; al centro de la nave, un montón de barriles de pólvora, balas de cañón y ballestas se acumulaban generosos proveyéndoles de un poder destructivo jamás visto por los naturales de ese sitio.

Mientras el bergantín avanzaba, de sus costados salían frecuentes andanadas de flechas de acero, balas de cañón y miles de perdigones, que sin piedad desbarataban las canoas de las defensas mexicas. Su avance era inexorable y estaban cada vez mas cerca de las ultimas fortalezas mexicas, donde cientos de guerreros, apostados sobre los techos de sus viviendas agitaban enérgicamente lanzas, piedras y flechas dispuestos a morir en la defensa final del imperio azteca.

A través de la puerta que con toda intención Ehécatl había dejado abierta, pudo observar que las casas flotantes que en el reflejo lejano del lago apenas se distinguían, sobresalían intensamente cuando de sus costados, salían truenos y relámpagos; como si el mismísimo Dios Tlaloc tripulara esa nave y con su inconmensurable poder destructivo viniera a acabar con todos y cada uno de nosotros, pensó Ehécatl.

Por un momento se sintió atemorizado, sabia de su inminente muerte y le desconsolaba el que no tuvieran mayor fuerza y apoyos para resistir un poco más el feroz ataque. Tan solo danos fuerza para resistir un poco, pensó observando fijamente la estatuilla del Dios Quetzalcóatl que posaba sobre el suelo en una esquina. Así darás tiempo a que Xochitl llegue a la orilla y se pueda poner a salvo. Se puso de pie lentamente y tomo su arco y flechas así como una ballesta a la cual la había ya provisto de diversas lanzas de gruesa madera. Salió de su casa y bordeando las paredes se lanzó al agua para atravesar a nado el estrecho canal que le separaba del grupo de casas cercanas donde desde los techos ya empezaban a salir algunas piedras de guerreros impacientes que deseaban ya combatir.

Ehécatl observo que por la distancia a la que ya se encontraban las naves enemigas en escasos momentos estarían de lleno frente a ellos y ordeno que los últimos guerreros se ocultasen en su totalidad, simulando con ello el abandono de esas defensas y tomarles por sorpresa en un ataque repentino y total. Justo cuando pasasen frente a ellos les dejarían caer todas las piedras, flechas y lanzas que tenían para su defensa, esto sin contar las enormes estacas clavadas en el fondo de la laguna que sin duda detendrían y en el mejor de los casos dañarían a tan poderosa flota. Lo ultimo que intentarían en su defensa consistía en que se lanzasen desde los techos a las canoas invasoras y trataran de hundirles paras con ello generarles el mayor número de bajas.

Sobre el techo de las casas lo único que se escuchaba era el sonido del viento que persistente silbaba regularmente al pasar por entre las pajas y maderos de los techos. El silbido empezó a mezclarse con ligeros golpes en el agua, que acompasados empezaron a subir de intensidad lo que anunciaba el arribo de las canoas enemigas y de las enormes casas de fuego.

Con precaución extrema Ehécatl se alzo para conocer la situación que enfrentaban y vio como una de las grandes naves, la mas adelantada, giraba un poco sobre si misma; el costado de la nave que daba a su punto de observación se encontraba atestada de invasores del mar que febrilmente agrupaban los mortíferos artefactos que traían consigo y que solían hacerles grandes daños por la gran lluvia de fuego y truenos que lanzaban.

Rápidamente se agacho y con gran serenidad les dijo a los últimos defensores del imperio azteca que la hora final había llegado, que se prepararan para recibir la descarga de fuego. La última batalla estaba por comenzar.

Manuel de Mendoza, observaba como impacientes los soldados españoles, con sus rostros enrojecidos y sudorosos, muchos de ellos con rostros desencajados por el esfuerzo y debilidad en la que ya se encontraban, esperaban la señal que iniciara el ataque final. Súbitamente dejo caer su mano derecha, la señal había llegado.

La trayectoria que siguió una de las balas de cañón fue en su mayoría horizontal para luego dibujar un descenso suave y prolongado e ir a dar justo en una de las casas que frente a ellos había. Desde su puesto de mando, Manuel de Mendoza observaba como la bala hacia volar en astillas la puerta de madera de la choza, la cual al recibir el impacto experimento un repentino desplome en uno de sus muros seguido inmediatamente por la caída del techo, lo que hizo salir una gran cantidad de polvo y escombros de la misma. Momentos después Manuel vio como una hilera de flechas de ballesta aderezadas con grandes antorchas flameantes surcaban los cielos directas hacia la vivienda destruida para incendiarle prácticamente al instante. Las instrucciones militares dadas por el capitán general eran precisas: destruir, incendiar, avanzar y proteger la retaguardia. Los soldados españoles las seguían al pie de la letra.

La zozobra empezó a apoderarse de los mexicas apostados en las azoteas; viendo la destrucción e incendio de lo que fuera su casa, Ehécatl pensó que tenían una oportunidad de sobrevivir si bajaban de las azoteas y combatían directamente sobre el lecho de la laguna. Lo que veían sus ojos era claro y contundente, los invasores destruían y quemaban antes de avanzar. De inmediato ordeno el abandono de sus posiciones y que subiesen a sus canoas, había que dispersarse al interior de las pocas casas a salvo y combatir al invasor por sorpresa en los estrechos canales que aún permanecían en su poder.

Al deslizarse rápidamente por los canales, Ehécatl podía observar ahora con mayor claridad la destrucción a la que habían sido sometidos durante los últimos días; prácticamente no quedaban casas en pie y los templos estaban completamente derruidos y quemados. Por el horizonte de la ciudad se elevaban cientos de columnas de humo, algunas gruesas, ondulantes y desafiantes, otras débiles y translúcidas, pero todas ellas contribuyendo a ensombrecer profunda y tenebrosamente el horizonte.

Absolutamente todos los muros de las casas que colindaban con ese canal estaban destruidos y ennegrecidos por el humo y fuego, la vista que frente al grupo de diez guerreros Águila comandados por Ehécatl se presentaba era de una gran catástrofe. Por los pocos espacios no ocupados por el humo y nubes que ya empezaban a formarse, se filtraba un resplandor rojizo que ante los ojos y sobre todo el espíritu de los guerreros mexicas les anunciaba la batalla que en esos momentos tenia el sol por no ser destruido y aniquilado por completo. Así, con el gran valor y fe que les infundía su numen tutelar, salieron decididos a enfrentar por la retaguardia a las casas flotantes que momentos antes habían pasado justo frente a ellos, sin que fuesen descubiertos en su improvisado refugio hecho de cadáveres.

Todos y cada uno de los integrantes de ese pequeño comando azteca estaban listos para lanzar su andanada de flechas y piedras, sabían su desventaja numérica y del gran poder destructivo de los invasores, pero se mantenían firmes con la esperanza de capturar aunque fuera a uno solo de los invasores y ofrecerlo a sus muy necesitados Dioses.

La punta de la quilla del bergantín empezó a sobresalir por el borde del muro del refugio donde se apostaban varias canoas del ejercito mexica; los rostros de cada uno de los guerreros Águila que observaban la intromisión la veían embelesados y en absoluto silencio; de improviso, un colibrí empezó a revolotear desconcertado entre uno de los penachos de plumas de uno de los guerreros, lo que atrajo la atención de Ehécatl, que por un momento retiro su vista del enemigo, para reconocer que la aparición del ave señalaba que su señor Huitzilopochtli había decidido acompañarles en esa batalla final.

El colibrí ya recuperado de su temporal desorientación levantó el vuelo con gran rapidez y desapareció de inmediato de su vista.

Por su parte, Manuel de Mendoza, desconcertado por no haber recibido ataque alguno ya dentro de los canales y fortificaciones aztecas, se deslizaba junto con los integrantes del bergantín lenta y sigilosamente. Momentos antes habían convenido tener preparados todos los arreos de guerra y estar listos a la señal predeterminada para soltar todo el poder destructivo de sus armas. En las condiciones de combate en que se encontraban era necesario que aflorara toda su imaginación y valor, así uno de ellos había ideado habilitar un burdo muñeco de algodón y con todo y armadura apostarlo en la proa, lo que serviría de señuelo y confundir a sus muy certeros flechadores mexicas, quienes al atacarles prematuramente les revelarían sus posiciones y sería mas fácil eliminarles.

Cuando Ehécatl vio la oportunidad única que se le presentaba, y la señal del espíritu de su Dios tutelar Huitzilopochtli a través del colibrí, ordenó que se disparase una primera andanada de flechas, las cuales fueron a dar directamente en el casco y cuerpo del señuelo elaborado por los españoles, que ya se asomaba en el límite del muro sin causarle el menor de los daños.

Ante el repentino ataque, los inexpertos e improvisados navegantes tlaxcaltecas que custodiaban el bergantín empezaron a caerse de sus frágiles canos, lo que hizo que varios de ellos pereciesen ahogados o asaeteados por la segunda andanada de flechas y piedras lanzadas desde cientos de canos del ejército mexica.

Al darse cuenta de que el señuelo era asaeteado intensamente por las flechas enemigas, Manuel de Mendoza ordenaba a los desfallecidos marineros que diesen un giro de ciento ochenta grados y estuviesen listos a su señal. La atmósfera en el bergantín era infernal dado el agobiante calor que esa tarde se dejaba caer, solo Manuel de Mendoza sentía un poco de alivio al haber aportado su armadura para la fabricación del señuelo, así su cuerpo febril tendría alivio, pese al riesgo de ser flechado por el enemigo en esa situación de vulnerabilidad física en la que se encontraba.

La mayoría de las canoas que protegían a la gran casa de fuego habían sido destruidas, lo que ofrecía ahora la gran oportunidad a Ehécatl y a su grupo de abordar la poderosa casa; tratarían de detenerles a como diera lugar, pues estaban en los límites de la ciudad de Tlatelolco, ultimo reducto rebelde, donde estarían los soberanos y sobrevivientes de su otrora poderosa raza, entre ellos su adorada Xochitl.

La canoa comandada por Ehécatl ya muy cerca del bergantín se acercaba rápidamente. Ehécatl de pie, en uno de sus extremos, esperaba estar un poco mas cerca para que junto con sus guerreros, saltar decididos al interior de la nave y enfrentar directamente a sus temibles invasores.

De un gran salto, Ehécatl fue a dar justo donde un grupo de maderos que servían para atar las velas le permitieron sujetarse a la nave, y con gran esfuerzo ascender sobre el costado y entrar directamente a la cubierta.

La sorpresa de los españoles fue mayúscula al observar que justo en la cubierta de su barco estaban los enemigos, todos ellos apostados como enormes pájaros multicolores, llenos de plumas y arreos de guerra, con maxtles, arcos y flechas y para su sorpresa, con ballestas listas para ser disparadas.

Acostumbrados a la guerra constante, los soldados españoles accionaron sus arcabuces y una lluvia de perdigones fue a incrustarse en los cuerpos de los guerreros Águila. Tomando un arcabuz, Manuel de Mendoza abandonó su puesto de mando y directamente fue a enfrentarlos, no tardando mucho en encontrarse nuevamente, ahora en la aparente seguridad del bergantín, al protagonista de sus tan sombríos sueños y de su inesperado encuentro en la cárcel tlaxcalteca. Cuando le vio avanzar tambaleante sobre la cubierta en movimiento, Manuel de Mendoza alzó el cañón del arcabuz con la decisión de acabar de una vez por todas con esa pesadilla. A la par de que Manuel de Mendoza realizaba los últimos movimientos previos a su disparo, Ehécatl hacía lo propio estirando cada vez mas el ya de por sí tenso lazo con el que lanzaría la gruesa flecha con punta de piedra, con la que intentaría inhabilitar a su poderoso rival-designio.

Por un momento por la mente de Ehécatl pasó la imagen del guardián y recordó que le dijo que presenciaría la consumación del rito del regreso de Quetzalcóatl, y que debía ser justo ese momento, el que tenía frente así, con su formidable rival, el momento de consumar el pacto hecho, de dar su sangre para acabar con ese rito que Quetzalcóatl ya no consideraba necesario, y que fue la razón última de su expulsión de esas tierras. Soltó la tensa cuerda de su arco y observó como simultáneamente, por el orificio del arma de su rival se esparcía una enorme luz acompañada de un intenso humo cegador.

El cuerpo de Ehécatl al recibir la descarga fue lanzado varios metros hacia atrás para tambaleante quedar detenido temporalmente por la barandilla que bordeaba el bergantín, un poco después su cuerpo cayó de espaldas al lecho del agua. Manuel de Mendoza con la intensa fiebre que tenía, no sabía ya distinguir si lo que estaba presenciando era un sueño o su propia muerte; sentía como cada vez mas su respiración se le dificultaba y un intenso dolor empezaba a doblarle las piernas, caminaba justo hacia donde había caído su oponente, pero mientras lo hacía veía como el piso del bergantín se empezaba a cubrir de sangre, su propia sangre que salía profusamente por uno de sus costados, justo donde un enorme palo sobresalía de entre sus costillas, el certero tiro de flecha que momentos antes Ehécatl le había asestado.

Cuando llegó al borde del bergantín observo como el guerrero Águila que había enfrentado aún flotaba boca arriba sobre la superficie del agua, su cuerpo lentamente empezó a hundirse acompañando su descenso con pequeños hilillos de sangre que disuelta en el agua se arremolinaba sobre el rostro y penacho del guerrero.

Manuel de Mendoza tan solo se inclino sobre la cubierta y observó que por su boca también salía ahora abundante sangre, que al caer al agua fue a mezclarse con la sangre del guerrero Águila que ya se perdía entre las obscuras y pestilentes aguas de la laguna.

Cuando el soldado español levanto el cuerpo inerte de su compañero de nave, noto la extrema palidez de su rostro, lo que suponía que había perecido desangrándose lentamente en esa posición, inclinado sobre la cubierta. Levantando la vista vio como el capitán Darci-Holguín ordenaba el alto a un grupo de canoas que al parecer transportaban a alguien muy importante dados los adornos y calidad de su vestimenta. Por su mente tan solo resonaban las siguientes palabras: Gracias a nuestro señor Jesucristo y a nuestra señora Virgen Santa María, su bendita madre, que esta guerra ha terminado.

Muy cerca de ahí, en el real español de Tacubaya, unos inquietos y agitados perros intentaban liberarse del encierro que les propinaban sus jaulas; ese día no desaparecía la reja que los dejaba salir al aire libre por donde podían correr y oler por doquier, pero ese día permanecían ya muy tarde enjaulados sin que nadie les liberase; el Nerón empezó a aullar lastimeramente, sus aullidos, dispersos al viento se dejaron escuchar por las humeantes y desoladas tierras de la otrora esplendorosas ciudades de México-Tenochtitlán y Tlatelolco.

Fernando Manrique guardó cuidadosamente ese último rollo. Los días siguientes tendría una importante labor que realizar, una labor que sabía cambiaría profundamente su manera de vivir y de pensar, el 15 de septiembre, ese día, estaba seguro podía entregarle al recién electo Presidente de la República una propuesta que de una vez por todas acabara con el hambre, sed y pobreza de los mexicanos.

1 comentario:

Unknown dijo...

Buena e interesante particiáción Silvestre, aunque extensos siempre es importante conocer fragmentos de nuestra historia, para que continuen estando presentes en nuestra memoria.

Se invita a todos a que participen manteniendo vivo el Blogg.

Saludos ha todos...